El miedo que nos provoca la muerte nosotros mismos nos lo provocamos.
Por una parte actúa el arbotante religioso-eclesiàstico-cultural que sostiene el origen y sedimentación de nuestro caràcter: sueños y devastaciones, ansias y furias cielos e infiernos...
Por otra, fundida con la anterior, el instinto de supervivencia, que nos empuja a buscar el placer, el amor, el bienestar, y nos instiga a huir del dolor, a temerlo, a ocultarlo, disfrazarlo, a sentir que su máxima tortura es la muerte infernal, agonística. Y caemos en la anticipación de ese tormento.
La única manera de evitar o paliar tal pánico es separando el dolor y la muerte, viendo esta como absoluta extinción -al menos de nuestra identidad actual- y, en cualquier caso, que la medicina garantiza la absoluta indoloridad.
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