La Historia está formada por el flujo y reflujo de dos historias: la de aquellos nombres y hechos que entran en ella y la de los que son apeados de la misma. Ambas son coetáneas y confluyen en una senda única, que nunca es definitiva: la que constituye la memoria de la Humanidad.
En el aspecto literario, por ejemplo, muchos son los autores y obras que acceden a ese flujo continuo, de modo que parece interminable; sin embargo, el tiempo, con su mirada crítica, selectiva y desinteresada de lo que no sea arte, va apeando a cuantos no representan las esencias del ser humano. Queda, finalmente -frente al decurso de los que llegan y los que se van-, una historia diacrónica con leves erratas y correcciones.
No es extraño, por lo tanto, que de los cientos de autores del Siglo de Oro hoy permanezcan solo unos pocos, y que de los miles actuales vayan a quedar también muy pocos, probablemente los más desconocidos de las mayorías. Porque sobreviven, en una selección darwínica, las personalidades, no las muchedumbres o los grupos. Aquellos que encarnan una sustancia intemporal, no un tributo al aplauso.
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