Afrontemos el llanto: el libro ha muerto.
Primero fue la voz transmitiendo el saber de padres a hijos; luego fueron las piedras escritas con punzones, la arcilla entablillada, los papiros y pieles disecadas ... el códice, el escriba, el copista, los monjes ... y la imprenta ... todo ha sido arrasado -la tinta y el papel- por la pantalla errante de la virtualidad. Ya no hay aroma a biblioteca en las palabras.
Afrontemos el llanto: el libro ha muerto.
Ya no hay sancta sanctorum al que acudir para encontrar consuelo entre los antepasados sentidores, pensadores: los libros son los únicos nichos anaquelados que contienen muertos vivos, y en ellos abrazamos la conciencia de la Humanidad. Nos abrazamos a nosotros mismos, nos descubrimos, nos identificamos. El frío tacto de la página internética no nos abriga de la soledad cósmica y metafísica. La urgencia del mensaje, la velocidad del dato ... nos hacen llegar antes: pero ¿a dónde y con quién y para qué? ¿Dónde está la catedral del silencio y la serenidad?
Afrontemos el llanto: el hombre ha muerto.
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