Todos tememos morir. Nada hay contra la muerte y poco contra el temor que despierta, por mucho que se haya esforzado el hombre en hallar remedios y consuelos. La filosofía ha creado fórmulas como la de Epicuro: “¿Por qué temer la muerte si cuando es no soy y cuando soy no es?”. Pero los razonamientos no sirven cuando llegamos ante el umbral. La muerte es el último acto de nuestra vida y lo afrontamos tal y como hemos vividos los otros actos. Solo nos han enseñado a vivir y a morir las religiones o sus iglesias, y su enseñanza ha sido la consideración de que la muerte es un castigo o una liberación del existir; con lo cual vida y muerte forman parte de la misma concepción dolorosa de que la existencia es un infierno.
Sin embargo, esa agonía en la que tantos han convertido la vida pudiera disminuirse si considerásemos que vivir es un viaje que debemos aprovechar porque viajar es hermoso. Saber que el viaje se acaba no impide disfrutar de él. Igualmente, saber -sin laberintos eclesiásticos ni miedos infantiles- que vivir implica morir no debiera impedirnos el disfrute de la vida. Porque la vida es la conciencia de que sentimos y pensamos, y que hemos emergido a ella igual que nos sumergiremos, con la muerte, en la inconsciencia.
La muerte es inevitable, y por eso, ¿qué mas da lo que pensemos o dejemos de pensar?.
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