Purcel: Lamento de Dido
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La muerte de los dioses nos dejó
fríos infiernos en donde hubo cielos,
y la íntima hecatombe nos empuja
a ordenar nuestras ruinas.
Cava su túnel la melancolía
y nos hace sentir
que vivir es un duelo con la muerte
y morir la derrota más ansiada.
¿Qué fue de tanto edén y tanta fe
que nos transfiguraban la existencia
y convertían en volcán la vida?
¿Y la gravitación emocional
que juntaba los cuerpos y las almas
con el vigor de las constelaciones?
¿Sólo hay fuego, ceniza y sueños rotos?
¿Es la nada la arcilla que nos forja?
¿Será el amor el solo dios que queda
cuando mueren los dioses?
¿Y si muere el amor, qué manantial
saciará nuestra sed?
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Envidio a quienes creen que hay un lago apacible
en el que desembocan las aguas de la vida
para saciar la mutua sed de aquellos que mueren
sin haber satisfecho su amor en cuanto amaron.
Mucho me gustaría despertar de la muerte
y encontrarte inmortal, para siempre a mí unido.
Pero diera gustosa tan dulce eternidad
si pudiese volver a los días aquellos
en que la dicha era un hallazgo sin búsqueda,
un gozo sin conciencia de que todo se acaba.
En aquel mundo plácido sin eterno retorno
no existía la muerte ni existían más dioses
que los que cada uno, inocente y feliz,
arrancaba en el alma y en el cuerpo del otro.