Purcell: Lamento de Dido
Primus Inter Pares era delgada y escueta; su nombre reflejaba su esencia: la mejor. Por eso se había convertido en imprescindible.
Como todos los grandes espíritus, ella desconocía la grandeza del suyo. No sabía que era la más digna de ser amada. Y como tenía el corazón de oro -según suele decirse- no se daba cuenta de que los demás suelen tenerlo lleno de espinas y serpientes.
Por si fuera poco, la naturaleza había cincelado en su busto unos tan dulces fresones que para sí los quisieran las más cálidas cariátides. En ellos se abrevaba el corazón sediento de su amado.
Siendo, pues, su alma y su cuerpo un manantial de vida, ¿cómo no iba a despertar tanto el cuerpo como el alma de quien la abrazaba?
Sin embargo, ningún excelso trovador ni mágico milagro pudieron derrotar al único enemigo que tenía: creer sin causa y monstruosamente que nadie podía amarla.
Y ese fiero tatuaje de su mente destruyó su existencia. Porque nada conduce tanto al fracaso como el temor a fracasar.
Como todos los grandes espíritus, ella desconocía la grandeza del suyo. No sabía que era la más digna de ser amada. Y como tenía el corazón de oro -según suele decirse- no se daba cuenta de que los demás suelen tenerlo lleno de espinas y serpientes.
Por si fuera poco, la naturaleza había cincelado en su busto unos tan dulces fresones que para sí los quisieran las más cálidas cariátides. En ellos se abrevaba el corazón sediento de su amado.
Siendo, pues, su alma y su cuerpo un manantial de vida, ¿cómo no iba a despertar tanto el cuerpo como el alma de quien la abrazaba?
Sin embargo, ningún excelso trovador ni mágico milagro pudieron derrotar al único enemigo que tenía: creer sin causa y monstruosamente que nadie podía amarla.
Y ese fiero tatuaje de su mente destruyó su existencia. Porque nada conduce tanto al fracaso como el temor a fracasar.
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