Muchas circunstancias dañan a los buenos libros; pocas como los malos editores y los excesivos concursos literarios. Los malos editores porque quieren éxitos de ventas, no de calidades literarias; los concursos porque, salvo excepciones, suelen tener jurados incultos en las artes, o poco versados en ellas; además, porque exigen libros inéditos, con lo cual los autores se ven obligados a procrear incesantemente malos escritos para alcanzar algún premio en la incesante lotería que promueven. Así, entre la famamundia, la editoralancia y la escriturería simplemente se consigue malversar la escritura.
Con lo fácil que es premiar y editar aquello que es meritorio: aunque un libro fuese premiado en 20 concursos, serían 20 criterios de 20 jurados lo que garantizaría mínimamente la seriedad de un premio y la calidad del autor. No se escribiría para concursar y desaparecería una buena parte de la "literatura" que no debió ser jamás escrita o, al menos, publicada.
Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema. Mantiene el blogMientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.
Contra la creencia popular de que es improbable la vida extraterrestre, dice el Nobel Christian de Duve que la vida es una manifestación inevitable de la materia, y que las condiciones adecuadas para su aparición se dan un millón de veces en cada galaxia; lo que quiere decir que, solo en la nuestra, es probable que tengamos un millón de especies hermanastras.
La Tierra ha engendrado -a lo largo de los cuatro mil quinientos millones de años de su historia- 30.000 millones de especies de criaturas, entre las que se encuentra el homo sapiens, cuya edad apenas llega al 0’0001 de la terrestre.
¿Cómo no admitir que lo mismo ha sucedido en otros lugares del universo y que existen otras inteligencias más sensatas? ¿Iremos en su búsqueda, como en una mala película ficticia, cuando aquí nos asfixiemos? ¿Encontraremos planetas también contaminados o repetiremos allí nuestros errores? Confieso que yo, que siempre he sido -tristemente- un escéptico, cada vez considero menos difícil aceptar la probable existencia de otros mundos y otras vidas: por lo inexplicable -o inexplicado- de algunas cosas del nuestro y por la íntima e irrefrenable pulsión de inmortalidad que nos caracteriza. Últimamente me esfuerzo en considerar que no todo tiende hacia lo peor -Ley de Murphy- sino a lo mejor: no es creíble que un Hacedor sea tan cruel como para insertarnos el instinto de inmortalidad o supervivencia y, simultáneamente, la conciencia de la mortalidad.
En ese itinerario torturoso, Galdós expone la desazón de los celos (ese “volcán en el pecho”) en “Fortunata y Jacinta”:
Me ha contado Jacinta que una noche llegó a tal grado su irritación por causa de los celos, de la curiosidad no satisfecha y de la forzada reserva, que a punto estuvo de estallar y descubrirse, haciendo pedazos la máscara de la tranquilidad que ante sus suegros se ponía... Tenía un volcán en el pecho, y la alegría de los demás la mortificaba”.
Pero, sobre todo, es la tragedia de un colosal celoso, Otelo, la que ilustra la angustia del, dejémonos de líricas, cornúpeta -imaginario enfermo o paciente de adulterio-. La realidad física o material poco tiene que ver con la verdadera realidad, que es la síquica: y el celoso no escapa, sino que exacerba esa afirmación. Poco importa si ha sido “traicionado” en la cama o en su imaginación. Quizá la duda extrema más su reacción. Otelo encuentra en poder de su amigo Casio el pañuelo que regaló a su esposa, Desdémona:
- Desdémona : Nada temo, porque soy inocente.
- Otelo : Confiesa tu crimen, pues negarlo no destruirá la
firme convicción que me aqueja. ¡Vas a morir!
- Desdémona : La muerte propia da el que mata porque se le
ama. Nunca os he ofendido.
- Otelo : ¡He visto mi pañuelo en sus manos!
- Desdémona : Lo habrá encontrado. Haced que venga y diga
la verdad.
- Otelo : Ya la ha confesado.
- Desdémona : No puede afirmar que yo se lo di.
- Otelo : Ya no podrá : su boca está cerrada para siempre.
Lo terrible es que, si el amor transforma para bien a aquel que ama, los celos transforman para mal de quien los padece y de quienes le rodean, llegando a destruir a la persona amada, como ocurre en la obra de Shakespeare. Otelo ha subvertido el mundo y ya no existe en él más que su temor tomando realidad: nada destruirá la firme convicción que me aqueja, dice. Esa “firme convicción” es un silogismo falso que el celoso reconoce como tal, pero que, como cualquier enfermedad, “aqueja” de tal manera que incluso acaba con las pruebas que podrían disuadirle de su error: decide matar, para afirmar su identidad de vengador (de restablecedor de su honorabilidad), a quien ama y a quien sospecha que se la arrebató. Incluso si la inocencia fuera demostrable, el celoso no acabaría de creer en ella, porque no necesita ser engañado para sentir el dolor de su temor: una apariencia basta para desencadenar la inseguridad que estalla en su interior. Los celos no son una consecuencia -y menos una “prueba”- del amor: constituyen la identidad de algunos seres, su inestabilidad profunda y ansiosa del suicidio escondido. Y convierten en odio todo cuanto se amaba. Por eso quien antes era un “ángel” es ahora una “puta”, y la sorpresa y el horror ante la noticia de la muerte del amigo se interpreta como un llanto amoroso. La destrucción de lo que se ama no es más que una excusa para la autodestrucción:
- Otelo: ¿Dónde puede ir ahora Otelo? ¡Oh mujer nacida bajo una mala estrella! ¡Cuando nos encontremos en el tribunal de Dios, el recuerdo de tu muerte bastará para precipitar mi alma fuera del cielo! ¡Demonios, arrojadme a latigazos, sumergidme en azufre! ¡Desdémona, Desdémona! ¡Te besé antes de matarte! No puedo sino hacer lo mismo para descansar: darme la muerte para morir con un beso!
El creador hace del desierto de su vida el manantial de su obra. Eso lo aboca a una excitación y un dolor tanto más inevitable cuanto más imprescindible. El afán de todo artista es crear una ilusión -realizable- desde sus sueños y sus pesadillas.
Hablamos de nuestros deseos para ocultarnos de nuestras carencias. Y un cuadro -un poema, una sinfonía: el arte- puede ser la retina de un hombre que ha visto el más allá de la existencia y la ha apresado para la Humanidad: para autoidentificarse identificando al Hombre.
La única e inmensa diferencia entre un hombre cualquiera y el artista raigal es que aquel vegeta -dignamente, tal vez- mientras va muriendo, y este nace a otra vida mientras vive la suya como un desmesurado tempus fugit que no le basta como única existencia.
Un “cualquier” hombre -o mujer- se observa a sí mismo cinco minutos al año. Un creador, veinticuatro años síquicos cada día, puesto que el tiempo mental no se mide con relojes. Por eso un creador sabe más del vivir y del arte que el biólogo o el crítico: porque su introspección e interpretación son más profundas que las de cincuenta "cualquieras", por muy respetables que sean. Y por eso pinta, escribe, compone para los artistas -en cuanto hombres sensibles a la vida individual y colectiva- que son y serán: y es que la verdad no está en quien la observa -ese la utiliza-, sino en quien la crea.