París, mil novecientos dieciocho. Durante cuatro años los ejércitos ingleses, alemanes y franceses, alineados como para abrazarse
a menos de un kilómetro unos de otros, excavaron trincheras como tumbas,
se dispararon y se masacraron.
Millones de cadáveres que fueron animales de extirpe racional
cayeron triturados por la máquina
de la guerra hasta hacerse carne inútil. Poco después La Bomba resumía milenios de rencor, y su estallido
era un eco de espadas, guillotinas, emperadores, césares y hierros, violencia: necedad inteligente.
Un día seis de agosto, en Hiroshima gritó la contumacia: “Lo logramos”.
Una mujer azul entró en la vida de un hombre oscuro. Este no esperaba tal intromisión y, menos, que tal encuentro alteraría su vida. Tanto que fue abandonando los juegos amorosos de su larga existencia y enamorándose lentamente de la mujer azul.
Y empezó a sentir, entrelazados, gozo y miedo porque nunca había experimentado esas sensaciones que acompañan al primer amor: gozo porque el corazón se enciende y sueña con edenes, convierte a la amada, o al amado, en centro del universo; miedo porque amar entrañablemente conlleva el temor a perder el paraíso hallado.
Así, unas veces se entregaba a las dulces fantasías de la felicidad, y otras se mostraba irónico, sarcástico, diablesco, a fin de resultar detestable y alejar a su amada tanto como los alejaba la distancia y el carácter que los separaban. Ella era dulce, sencilla, vivía entre las flores igual que una flor más; él era laberíntico, escéptico, vivía entre los crisantemos semejante a uno de ellos.
En resumen: el hombre oscuro perdió a la mujer azul y continuó viviendo en el infierno de su confusión porque no supo apreciar el cielo que se le ofrecía. Un día -como hoy- le escribió unas palabras- como estas- que jamás le envió porque sabía que ya era demasiado tarde. También porque -admitió- no merecía aquel diamante y este era digno de fulgir en el más noble de los corazones con que se encontrase. Dice el Juglar que El Diluvio no dejó tantas lágrimas como su tristeza.
Atribúyese a Leonor de Aquitania, la reina culta de la Edad Media. Pero también, más ciertamente, es una escritura de Joaquín Dicenta (hijo), quien le dio cierto encanto coplero.
Ningún sistema de convivencia se ha ideado que no conlleve el sacrificio y renuncia personal a cambio de un supuesto, e impuesto, beneficioso bien común, opresor de todo aquel que grita «dejadme ser yo».
La búsqueda del bienestar social implica restringir el individual.
Ahora bien: Exiliados los dictadores, ¿cómo no aceptar el designio de la multitud, que elige en las urnas una manera de vivir y convivir?
¿Y cómo olvidar que en una democracia el fracaso de los gobernantes es el de los electores?
¿Cómo soportar el incumplimiento de las leyes, la depravación de los dueños del poder, las sutilezas de la injusticia para aparecer como justicia, el triunfo de la impunidad?
La alienación es la nueva forma de educación, y el desentendimiento de lo ajeno la nueva solidaridad.
Caídos los dioses también en un infierno, ¿qué le queda al hombre sino este mundo de hombres? Y de este mundo, ¿qué, sino soñar con otro mejor? No dejemos que, como el pasado, el futuro lo construyan los diablos. Hagámoslo entre todos.
Siempre he estado en guerra con los dioses. Y, en verdad, debo reconocer que he perdido todas las batallas.
Aunque no es extraño: pues, a pesar de que dios dice ser solamente uno, es siempre, trinitariamente, tres; si bien, si dios y dios son cuatro, juntando el otro dios ya suma seis. Y son demasiados dioses contra tan solo un hombre.