Qué dulzor contemplar en el ocaso
de la vida la senda que anduvimos
y cuanto en ella hallamos: las palomas,
los besos, las celadas de los hombres
en las que no caímos,
los valles y colinas,
las rosas que impregnaron nuestro viaje
de un aroma de plenitud. Saber
que todos esos horizontes viajan
con nosotros, conforman nuestro ser.
Y un buen día, tras el dolor de amar
lo que ya se perdió, y sobreponerse
a los errores cometidos
-pues vivir es también equivocarse-,
ver nuestra identidad que se reencarna
en el hijo que vuelve y que es mejor
que nuestro propio yo
y el sueño que soñamos para él.
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