La sociedad se rige por una serie de normas que pretenden dar a cada persona equilibrio emocional y un comportamiento solidario y dichoso.
Sin embargo, muchas de esas leyes acaban siendo las enemigas de ese bienestar porque la civilización y la naturaleza no siempre están de acuerdo y aquella disturbia esta.
Hombres y mujeres tratan entre sí, buscan su equilibrio en el mundo, se emparejan, forman una familia, son dichosos durante un tiempo, se relacionan con otras familias... y se alimentan de esas buenas relaciones hasta que se pudre el alimento y surgen discrepancias, enfados, desequilibrios que hacen sufrir los cuerpos y la mente.
Vienen los recetarios y alternativas a esa catástrofe familiar, casi siempre consistentes en repetir la fórmula del emparejamiento que haga olvidar el fracaso del anterior.
Ahora bien: no hay estabilidad individual, familiar ni social sin la satisfacción de lo que reclaman carnalidad y espiritualidad.
¿Por qué se rompe el acuerdo de vida entre dos sino porque ambos, o uno, no sacian su necesidad de afecto? Y aun así: ¿se unieron hasta que la muerte los separase o hasta que el amor ya no los uniese?
Sabiendo la tragedia que surge ante esa ruptura ¿no deberían responsabilizarse los pactantes de una unión -de por vida o de por amor, o de convivencia temporal- de las consecuencias de su desunión?
No se trata de privar a nadie de la libertad de su albedrío, sino de evitarle caer en la impunidad de un comportamiento irresponsable.
Pero ¿quién es guardián de sí mismo sino uno mismo?
Pero ¿quién es guardián de sí mismo sino uno mismo?
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