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domingo, 26 de enero de 2020

Deshojando margaritas.


Purcel: Lamento


La sociedad se rige por una serie de normas que pretenden dar a cada persona equilibrio emocional y un comportamiento solidario y dichoso.
     Sin embargo, muchas de esas leyes acaban siendo las enemigas de ese bienestar porque la civilización y la naturaleza no siempre están de acuerdo y aquella disturbia esta.
     Hombres y mujeres tratan entre sí, buscan su equilibrio en el mundo, se emparejan, forman una familia, son dichosos durante un tiempo, se relacionan con otras familias... y se alimentan de esas buenas relaciones hasta que se pudre el alimento y surgen discrepancias, enfados, desequilibrios que hacen sufrir los cuerpos y la mente. 
     Vienen los recetarios y alternativas a esa catástrofe familiar, casi siempre consistentes en repetir la fórmula del emparejamiento que haga olvidar el fracaso del anterior.
      Ahora bien: no hay estabilidad individual, familiar ni social sin la satisfacción de lo que reclaman carnalidad y espiritualidad.
     ¿Por qué se rompe el acuerdo de vida entre dos sino porque ambos, o uno, no sacian su necesidad de afecto? Y aun así: ¿se unieron hasta que la muerte los separase o hasta que el amor ya no los uniese?
     Sabiendo la tragedia que surge ante esa ruptura ¿no deberían responsabilizarse los pactantes de una unión -de por vida o de por amor, o de convivencia temporal- de las consecuencias de su desunión? 
      No se trata de privar a nadie de la libertad de su albedrío, sino de evitarle caer en la impunidad de un comportamiento irresponsable.
     Pero ¿quién es guardián de sí mismo sino uno mismo?
    

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