Schumann: Canción nº 5 sobre Eichendorff
Un libro es bueno cuando quien más gana con él es el lector. No el librero, ni su autor: el lector, que sale de su lectura más noble, más sabio, mejor orientado. Al margen de sus categorías literarias, hay libros imprescindibles que deben ser leídos porque han añadido algo al mundo y a los hombres, y porque sin ellos el mundo -el hombre- no sería aún lo que es.
Inmersos como estamos en la resaca de una cultura judeocristiana, en la que el sentimiento de culpa y el autocastigo son raigales del inconsciente colectivo y de nuestros comportamientos, se necesitan exorcismos que nos devuelvan la naturalidad de la alegría, la conciencia limpia y responsable para gozar los frutos de la existencia, sin que ningún Pepito Grillo nos persiga. Necesitamos restituir como principio de identidad la espontánea bondad y generosidad del corazón humano.
Nuestras personalidades se van formando por la repetición de actos cotidianos constituidos en hábitos. Si un hábito ingresa en nuestra cuenta corriente sicológica sensaciones agradables, nuestra conducta se revela relajada y comunicativa. Si, por el contrario, alimentamos nuestra mente con sentimientos espinosos, seremos pasto de las depresiones. Tristemente, la malversación, durante siglos, de algo tan enraizado en la sociedad como el contenido de los evangelios nos ha embutido en un laberinto de culpas y redenciones que tienen como referencia el sufrimiento. Mucho deben a las iglesias los siquiatras, cuya tarea consiste en devolver las mentes a un estado de inocencia primigenia -fundamentalmente: mostrar que las leyes morales tergiversan a menudo las leyes naturales-, estableciendo hábitos y terapias que anulen los estados emocionales enfermizos. Se trata de sustituir la conciencia del miedo a vivir -que tiene su causa en el delito calderoniano de “haber nacido”- por la “joie de vivre”, la alegría de vivir a pesar de las incertidumbres de la vida. ¿Y qué mejor terapia que acostumbrar los ojos -que son los inversores más activos de la cuenta corriente de nuestra autoestima- a unas palabras jubilosas sobre la verdad de la existencia, a unas páginas recordatorias de los dones del vivir, mientras la sombra de un árbol o de un toldo nos preserva de los rigores del verano? Qué alegría para los sicoterapeutas: contemplar sus consultas vacías porque unos hombres extraordinarios escribieron unas cuantas palabras que constituyen la mejor medicina para los melancólicos.
Muchos libros hay, afortunadamente, que son médicos inmejorables porque alientan y enseñan a mirar de otra manera. Nos hablan esos libros de la extensión innumerable del corazón humano, de la profundidad del amor, de la solidaridad universal, de la búsqueda de un paraíso en este mundo, de la conquista de la felicidad no como un cielo extraterrestre sino como una tierra pisada, amada y sufrida por los hombres. Son obras nacidas a pesar de esa consigna del dolor, y sus autores la vencieron y la sustituyeron por la templanza y por el gozo; si no, serían probablemente euforias gratuitas. Muestran el crecimiento que hay desde la desolación más absoluta al entendimiento honorable del mundo y a una manera de sentir la vida alentada por el positivismo, el júbilo y la juvenilidad: el verdadero sursum corda. Ese paso de un existencialismo derrotista a una exaltación de la existencia es el legado de esos hombres para el hombre actual. Porque no importa de dónde venimos, ni si llegamos cargados de cadenas; lo importante es que deseemos quitárnoslas para construir nuestra propia libertad; porque nuestra vida no está en el pasado, sino en el porvenir. Y éste también se construye con hábitos. Por ejemplo, los de convivir diariamente con armoniosas reflexiones ajenas hechas nuestras. Abra el lector -para empezar, y por ejemplo- el “Canto a mí mismo” de Walt Whitman, o las “Alturas de Macchu Picchu”, de Neruda, y sentirá que recupera un mundo que le robaron hace tiempo.
Saber vivir no es más que saber cambiar de vida: de modos de sentir, de formas de pensar, de maneras de actuar. Aprender a mirar de otra manera. Y en los aparentes desiertos de las páginas de un libro se encuentran los paisajes más hermosos del planeta. Y oasis como inmensos océanos de agua pura para las mentes confundidas.
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