En varios textos y ocasiones he dicho que el mundo tuvo la mala fortuna de seguir a Platón en vez de a Epicuro: porque aquel condenaba lo material -y por tanto, el cuerpo humano- considerándolo un entorpecimiento para la trascendencia, mientras que este defendía el placer interior como demostración de la conquista del sosiego -y no como prosaico hedonismo-.
Eso me lleva a traer aquí el poema titulado "El astro enfebrecido", en el que se muestra el cuerpo como rostro de la infinitud del Universo y puerta hacia la trascendencia.
El lector avisado no se contentará con ver en él una invitación a la carnalidad, sino que observará la exaltación de los sentidos, perceptores, mediante el erotismo, de la sensibilidad más metafísica y de la semilla de la identidad cósmica: eso que nos permite aceptar el verso "yo soy el Universo".
Como la voluntad inconsciente -forjada por tantas voluntades de la conciencia- pretendía que mi pluma expresase lo que el acto creativo necesita decir, el poema fue fluyendo inexorablemente hacia una determinada disposición, y no con otra. Y así, su estructura es la siguiente, o esa veo ahora:
1.- Una primera parte (versos 1-16), la más extensa, en la que una serie de verbos en imperativo (que se continúa en todo el texto) invita a contemplar algunas partes del cuerpo por las que accedemos a la naturaleza física, síquica y cósmica: "mira los ojos", "observa esos labios", "siente el cuello", "escucha el corazón", "contempla el epitelio".
2.- Una segunda parte (versos 17-29) en la que se subrayan las consecuencias trascendentales de tal contemplación: que el cuerpo es la "humana simetría", un diseño o copia exacta del orbe: "mira cómo se ordena el caos"...
3.- Una tercera parte, la más breve (29-32), en la que se desafía al lector contumaz a que afirme, ante esa verdad, que el ser humano es un error de la creación en vez de constatar que es la perfección y la entelequia de cualquier Artífice Supremo que se empeñase en crear la inmortalidad.
Todo ello, y otras cosas, hacen del poema la conjunción de eros y tanatos, la pulsión amorosa y la rebelión contra la muerte: un emblema de todo cuanto he escrito.
Todo ello, y otras cosas, hacen del poema la conjunción de eros y tanatos, la pulsión amorosa y la rebelión contra la muerte: un emblema de todo cuanto he escrito.
EL ASTRO ENFEBRECIDO
(palimpsesto sobre T. M.)
MIRA los ojos: cómo transparentan
la luz del universo, donde el alma
es infinita; observa, enfebrecidos,
esos labios, por los que emerge el mundo.
Siente el cuello, que yergue la cabeza
y se abre sobre el pecho como un río
apaciguado; escucha el corazón,
su músculo sonoro, su sangrienta
geometría, el cúmulo de gárgolas
ardientes; y las vísceras añiles
enrojecidas por la voluntad
de la creación; los vasos y los filtros
ordenados en mágica armonía.
Contempla el firmamento esplendoroso
del epitelio cósmico interior,
las mil estrellas que el cerebro fragua.
Mira cómo se ordena el caos; mira
cómo surge la nada y se transforma
en cálida materia inteligente;
y cómo se dilata en los pulmones
y se expande en la rueca de la vida
hacia el pubis sediento. Observa, palpa
la humana simetría; huele el tacto
de las manos, los muslos, la osamenta
vestida con la carne que se burla
de toda podredumbre y canta firme
su exaltada salmodia, la lujuria
de la pura existencia incontenible,
(palimpsesto sobre T. M.)
MIRA los ojos: cómo transparentan
la luz del universo, donde el alma
es infinita; observa, enfebrecidos,
esos labios, por los que emerge el mundo.
Siente el cuello, que yergue la cabeza
y se abre sobre el pecho como un río
apaciguado; escucha el corazón,
su músculo sonoro, su sangrienta
geometría, el cúmulo de gárgolas
ardientes; y las vísceras añiles
enrojecidas por la voluntad
de la creación; los vasos y los filtros
ordenados en mágica armonía.
Contempla el firmamento esplendoroso
del epitelio cósmico interior,
las mil estrellas que el cerebro fragua.
Mira cómo se ordena el caos; mira
cómo surge la nada y se transforma
en cálida materia inteligente;
y cómo se dilata en los pulmones
y se expande en la rueca de la vida
hacia el pubis sediento. Observa, palpa
la humana simetría; huele el tacto
de las manos, los muslos, la osamenta
vestida con la carne que se burla
de toda podredumbre y canta firme
su exaltada salmodia, la lujuria
de la pura existencia incontenible,
irresoluble en muerte. Abraza el cuerpo,
repite su clamor y niega entonces
la furia del vivir y su conciencia
de eternidad.
repite su clamor y niega entonces
la furia del vivir y su conciencia
de eternidad.
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