Wagner: Idilio de Sigfrido
Del libro al asesino
1
Cuando Armand Danunzio publicó su
primer libro, se extrañó de recibir una carta en la que se le enaltecía un
relato y se le denostaban los demás.
-Yo puedo ser un canalla: pero sólo en mi
vida; no en mi concepto de la vida -decía, años después, defendiéndose del crimen que se le imputaba. Luego
abandonó el micrófono ante el que respondía a las preguntas de los periodistas.
Nadie lo ha vuelto a ver.
2
Anne
Dumond fue encontrada con un libro de poemas engastado en la garganta, el
paladar hendido, sajados los labios por la violencia opresiva del volumen
enrollado sobre sí mismo, los pulmones encharcados con la sangre que, durante
una muerte interminable, debió de fluir desde sus heridas hasta anegar su
pecho. Un comentarista de los telenoticiarios recordó, pensando en esa muerte,
las torturas por anegación de agua que infligía la Inquisición en sus tristes
momentos de esplendor. Concluía el comentarista que el asesino parecía haberse
ensañado con la víctima y que el ensañamiento había sido premeditado, reflexión
que no resultaba tan gratuita si teníamos en cuenta que Anne Dumond era una
conocida autora de libros de versos, éxito conseguido a raíz de sus escándalos
por sus amoríos con el ex nuncio de la nación, ahora metido en política y autor
de varios títulos de índole teológica. Algo delicado y atrevido, porque no hay
que nombrar a la Iglesia en vano, al menos en nuestra sociedad.
Todos prestamos más atención a estas
afirmaciones cuando supimos que, en realidad, el comentarista no hacía sino
repetir las palabras de nuestro admirado Detective, encargado del caso.
3
Detective aclaró en su
informe preliminar.
-
La señorita Dumond era una conocida escritora, al
margen de cómo consiguiera su fama. El señor Danunzio tiene incluso más
seguidores y lectores. Eso tienen ambos en común: su dedicación a la escritura
y el hecho de que se conocían. Ir más allá, condenar a Danunzio porque ha
desaparecido en estos momentos, es prematuro. Personalmente, diré que no me
entusiasman el uno ni la otra, aunque ella me parece más una mercachifle de
libros que una verdadera autora, y él menos un auténtico creador que un
político honesto, lo cual ya es decir. Esa mediocridad literaria también es un
rasgo común. Tal vez por eso simpatizaban, si era simpatía y no rencor lo que
los relacionaba. Pero basta leer dos o tres cuentos del uno y algún verso de la
otra para reconocer que él no es un asesino y que ella merecía ser asesinada...
metafóricamente, ustedes comprenden... por sus malos libros, quiero decir...
Hay algo en Detective de inquietante
e inusual. Es demasiado culto para su profesión. Se interesa por el arte más
que por la rutina policiaca; se le ve más en los conciertos, exposiciones y
conferencias que en las escenas del crimen de turno. Parece un monje cuyos
monasterios son las salas de cultura y cuyo purgatorio está en las comisarías.
Hoy sabemos que fue la víctima quien
escribió aquella carta al supuesto asesino tras su primer éxito. También, que
fue el inicio de una breve correspondencia que acabó convirtiéndose en una
relación tortuosa e indefinida. La carta decía, entre otras cosas: ¿Cómo puede ser usted el mismo autor del
relato sobre el niño asesinado y de los otros cuentos en los que las flores y el sol están
llenos de vida como si fuesen inocentes?
4
En la comisaría, alguien insistió en
condenar a Danunzio. Para quien hablaba en ese momento todo estaba claro. Los
amoríos, los celos profesionales, la desaparición, todo señalaba hacia el
escritor. Detective, que escuchaba mientras escribía despreocupadamente en un
cuaderno que solía ilustrar con dibujos, dijo:
-
Danunzio puede ser un mal escritor; pero no un mal
hombre. ¿Han leído su historia sobre el niño asesinado? Pues quien ha
construido un relato hilvanando y recreando episodios de otros escritores y
artistas, quien ha creado una vida literaria insertando fragmentos de cadáveres
también literarios para construir una epopeya sobre el arte -como un moderno
Frankenstein de la pluma y no del bisturí- no esconde un alma fervorosa de la
muerte, sino de la existencia. Creo que Danunzio ha sido incomprendido; yo
mismo me he equivocado con él; ahora que he releído sus libros con otra
perspectiva veo mi error. Danunzio es un cantor de lo luminoso y no de las
tinieblas. El reproche de la Dumond en esa carta (¿Cómo puede ser usted el mismo autor del relato sobre el niño asesinado
y de los otros cuentos en los que las flores y el sol están llenos de vida como si fuesen
inocentes?) pretendió sin duda ser una condena y no es más que un
disparate. Ella lo interpretó como un sadismo, y no es así. El horror de la
muerte del niño contrasta con el clamor de la naturaleza para que el crimen sea
más abyecto, no para que haya que culpar a las flores y al sol. Es decir: que
el hombre cometa errores y se manche con sangre, o que existan hombres capaces
de las mayores atrocidades, no implica que haya que condenar a los hombres,
sino a comprender que, a pesar de esas excepciones, el hombre es también capaz,
esencialmente, de las más excelsas virtudes y heroicidades. Ese cuento es una
exaltación de la bondad humana, un repudio del mal inherente al hombre. Y quien
lo escribió no responde a la tipología del depredador o del malvado. Danunzio
es inocente. Hay que mirar para otro sitio. Y ese lugar está en los poemas de
la víctima.
5
Detective dijo:
-
Recuerden el asesinato: la mujer no fue maltratada
antes de que se le incrustase el libro en su garganta. Esta penetración del
libro enrollado, redondeado y fálico en una oquedad tibia y carnosa nos remite
a una metáfora sexual: ese acto de agresión contiene en sí mismo la tortura y
la muerte, el castigo. Pero ¿cuál es el castigo, qué ha sido castigado? Si
respondemos a esta pregunta tendremos la respuesta a todas las preguntas.
Observen esta frase de Danunzio: He
recorrido el mundo buscándome. Ahora sé que para hallarme a mí mismo no
necesito a nadie ni me sobra nadie. Lo escribió hace menos de un año.
¿Creen que quien siente y piensa así precisa matar a alguien? Y ahora escuchen
estos poemas de la Dumond: blablablá,
blablablá, blablablá... Eso es todo: blablablá. Nada de nada. Esta mujer
tendría muchos encantos; pero entre ellos no figuraba el don de la poesía. Y
bien: para matar a una persona se necesita, evidentemente y por muy
perogrullesco que parezca, querer matarla; y este deseo presupone un motivo y
una forma. Desconocemos el motivo del crimen; pero podemos deducirlo de la
forma en que se produjo. ¿Alguno de ustedes cree que la causa resulta ajena a
la consecuencia, que el libro con el que fue asesinada es circunstancial y no
esencial? Señores: en los poemas, si así pueden llamarse, de la víctima se
habla mucho de amores y lujurias, frívola y groseramente. Alguien, exquisito y
perturbado, quiso que su autora se tragase sus palabras o que éstas, en forma
de libro, actuasen como una violación, o parte de una felación si lo prefieren; alguien
que vio en los textos y en su autora una ofensa para la poesía y para el amor.
¿No les parece? Debemos buscar un lector, tal vez también autor, que haya
querido castigar la vulgaridad y al mismo tiempo la mediocridad; y eso
significa que el asesino aún no ha terminado su castigo: cualquier otro
autorcete o lectorcete de bodrios literarios -y piensen ustedes en los millares
que pululan por las librerías, convertidas ahora en supermercados
seudoculturales- puede ser el próximo objetivo... Manos a la obra ... Por
cierto: no teman ustedes por sus vidas, puesto que ni siquiera leen un mal
libro...
6
Así es Detective. Azaroso y
visionario, intuitivo y racionalista.
Durante cinco días estuvimos
acechando supermercados, bibliotecas, librerías. Seguimos los pasos de
conocidos de la víctima relacionados con sus actividades. Hicimos escrutinio de
libros vendidos y leídos. Y lo peor: tuvimos que leer cientos de libros: ¿Se
imaginan a todo un departamento de policía leyendo versos eróticos mientras,
junto al corazón, pende la fría arma reglamentaria? Y realmente buscábamos no
sabíamos qué. Pero él decía: “Leed, leed”. Y nosotros leíamos.
7
Búsqueda inútil la de nuestras lecturas, puesto que todas nos parecían
la misma. Pero no la suya, como se verá. Debo reconocer que aprendí que sabía
muy poco de los hombres: uno pasa su vida creyendo conocerlos porque está día a
día con ellos; pero olvidamos que pocas veces somos como nos mostramos y que
nuestros más íntimos secretos, nuestro verdadero ser, queda oculto y sólo se
manifiesta en los escasos momentos en los que se establece una comunión
misteriosa con quien nos acompaña: y eso es precisamente lo que ocurre en los
libros; sin necesidad de que algo suceda e implique a dos personas, una le dice
a la otra toda su mismidad, le desemboca su misterio, abre su corazón tal como
es. Y eso lo aprendí sin darme cuenta en aquella aventura de la dama del libro
asesino, como los periodistas denominaron el caso que nos enloquecía.
Y Detective dijo:
- ¿Qué se nos ha olvidado? ¿Qué hemos pasado por alto?
Lo más evidente. Lo oculto sólo permanece oculto porque nos lo parece. Como
Danunzio "parece" que se esconde deducimos, sin racionalizarlo voluntariamente, que es el
asesino, y nos lo creemos; la razón inerte lo cree. Creemos saber qué corbata
llevamos porque la hemos escogido ante el espejo, y luego resulta que hemos
olvidado su color cuando nos lo preguntan. Actos reflejos, no voluntades.
Queremos mucho a nuestra esposa, y no se lo decimos. Olvidos involuntarios
porque damos por supuesta su expresión con nuestra presencia. Veamos: ¿Qué
hemos dado por supuesto y hemos pasado por alto? Tanto libro... ajeno y
propio... pero, ¿y el más íntimo, el incrustado en el cadáver? Eso hemos
relegado de la escena: su núcleo. Si el libro es el arma homicida y un símbolo
sexual, su contenido lleva el nombre del asesino, lo proclaman sus palabras
para quien sepa leer. Y nosotros no hemos sabido leerlo. Atiendan: no han sido
inútiles nuestras lecturas y pesquisas; ellas nos conducen a esta otra
conclusión; sin ellas estaríamos como al principio. Dejemos a Danunzio:
probablemente, aparecerá en cualquier momento, asesinado de forma parecida;
entonces nos ocuparemos de él, como otra víctima; ya les dije que Dumond no
sería la primera. Fijémonos en el libro causante de la muerte: es la firma del
asesino. Antes de observarlo con detenimiento yo pensé que su autor sería alguno de tantos Bukowskis como ruedan por el mundo con sus mierdismos
líriconarrativos; o que habría nacido de la pluma de John Donne, Catulo, algún
cantor más o menos atrevido de los placeres de la carne que el asesino odia
porque profesa un reverencial amor a los más puros sentimientos. Y así lo
parece a primera vista; y así resulta, pero al revés. Los versos de estos
autores, y los de Anne Dumond, son sacrilegios para nuestro hombre -hombre,
digo; nunca mujer- porque profanan sus conceptos sublimados; tan sublimes que
deben de resultarle asexuados, intocables, sagrados. Y de sacralización a
sacrilegio hay un paso. Pues bien: el castigo consistía en purgar el “sacrilegio”
de vulgarizar y sexualizar algo tan sacro para nuestro hombre como el amor y la
poesía. Por eso, en su confusión y laberinto, no podía castigar carnalmente,
mediante una física y real violación, a quien, según él, se burlaba del cielo
con palabras y cosas del infierno, sino poniendo en práctica el “ojo por ojo”
bíblico. Buscó un texto apropiado, y, a fe, que no se equivocó. Cuando examiné
las casi ilegibles páginas manchadas con la sangre de la víctima, pensé que
pertenecían al Cántico espiritual,
de Juan de Yepes; pero, más astuto o desquiciado, nuestro hombre se fue a los
orígenes de la confusión entre erotismo y misticismo: eligió a Salomón, el que
utilizó la amenaza del asesinato de un niño como estrategia para descubrir la auténtica
maternidad; el libro fálico y “justiciero”, el utilizado para el crimen, es El cantar de los cantares. Y ahora
díganme: Si reducimos el número de lectores al de autores y el de éstos a los
que además no son seglares -otra apariencia que nos pareció normalidad,
realidad, y nos despistó- sino clérigos, ¿cuántos probables asesinos nos
quedan? Y si les hago saber, o mejor, les recuerdo, que nuestro inquieto ex
prelado y ex nuncio siempre mantuvo que su relación con la Dumond fue
exclusivamente amistosa y “platónica”, aunque nadie lo creyera cuando veía los
afrodisíacos volúmenes de la señorita Anne, y que todo ese escándalo lo sumió
en una melancolía depresiva que lo ha mantenido bastante tiempo lejos del
bullicio mundanal, y ahora obstinado defensor en el parlamento de leyes contra
la sexocracia, ¿cuántos nombres nos quedan?
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Ya lo he dicho: así es Detective.
Manipulador, también poeta a su manera. Fabulador y sentencioso.
Cuando invitamos al ex nuncio a la
comisaría nos rogó que fuésemos a su domicilio. Allí, con los ojos inmersos en
un sueño intemporal, nos dio las gracias por redimirlo de aquel suplicio de
callar queriendo confesar. Yo pensé tontamente que podía haber aceptado de
nuevo sus hábitos sacerdotales, haberse confesado consigo mismo y guarecerse en
el secreto de confesión. Un crimen perfecto. Porque, realmente, nada podíamos
demostrar de cuanto sabíamos o creíamos cierto. Pero la culpa siempre exige su
castigo, tal y como él debía de pensar y practicar.