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viernes, 10 de febrero de 2012

Teselas (V)



A.- 1) La infancia es el único ángel desterrado que revive el paraíso sin recordar su flamigerio. Cuando salí de mi infancia me sentí hijo de la eternidad, padre de mi propia muerte. 2) Ninguna mujer —sentida como concreción de la absoluta plenitud— puede competir con la que, ya cadáver, jamás podrá decepcionar. 3) La muerte de la amada —y de la infancia— significa la muerte del amor; es decir: de la vida. He ahí por qué la existencia y la escritura giran alrededor de las devastaciones y los sueños, del eros y del thanatos.
B.- Cuando Berlioz sepulta bajo una frase de su Sinfonía fantástica a su amada, le estaba dando vida, en realidad. Cuando Wagner hace morir a Isolda, consigue que el amor se inmortalice. Y cuando Schumann, después de oír entre los pentagramas a los ángeles, se arroja levemente al Rhin, no buscaba suicidios, sino vida. De igual modo, tampoco Mozart hablaba de la muerte en su Requiem, sino del júbilo de atravesar la luz y ser la luz. Incluso el desdichado Eróstratos destruyó la memoria de una diosa para ser recordado y vivir sobre el tiempo ejecutor de la existencia. ¡Tanta es la fuerza con la que el hombre ama su identidad e intenta prolongarla! Eso sintieron Gauguin y Mary Shelley, y cuantos con pincel, pluma, instrumento, volcaron su ansiedad en sus anhelos. ¿No hay más vida en la vida que esta vida?
C.- Sin divisa amorosa o metafísica, el único dios que queda es el de la palabra, capaz de engendrar una identidad justificativa de la propia existencia porque siempre el amor —el ansia— inventa su criatura. Sin embargo, a pesar de la concepción de la escritura como último reducto de la sexualidad fecundadora, escribir es asumir la imposibilidad de hallar tal identidad, ya que estamos sujetos a la atadura de las hordas literarias, que imposibilitan la absoluta originalidad. Así, el infierno es también un laberinto verbal en el que las palabras se yerguen como cruentos minotauros. Por eso, cuando cierro los ojos solo veo la devastada forma de la luz.