Wagner: Venusberg
En un rincón un cofre simulaba antigüedad. Estaba lleno de monedas doradas y herrumbrosos bombones. Cada vez que lo abría, con su mano tocaba su niñez, cuando “La isla del Tesoro” y sus afines eran la única realidad y su hogar el abandono desde el que huir a esos mares lejanos para buscar los paraísos que, puesto que existían en su corazón, debían existir en algún sitio. Se dejó caer sobre la alfombra.
Vio los cabellos sueltos de todos los tamaños y colores, rizados y sin rizo, morenos, rubios, cortos, teñidos, largos, uno de cada clase, como trofeos, reliquias, flores en un jardín: solía colocarlos sobre la cama para que quien los viese se esforzase en ser mejor que “la otra”: “la que conquista es siempre aquella que se hace imprescindible: en la risa, en la melancolía, en el sexo, en los secretos, en todas ocasiones; cuando alguien siente una emoción, y al deseo se anuda el rostro, el cuerpo, la mente de una persona, esta se hace necesaria, inevitable, ya no piensas en otra”, solía decir como estrategia.
Sobre la alfombra estaba, de bruces hacia el cielo, aunque el techo impidiese su visión, no su contemplación, mientras caía la música como una ninfa bella desatada de un sueño y convertida en lluvia salmodiando su cuerpo, sobre su piel y sus ojos cerrados, abandonado el libro durante unos instantes para atrapar el éxtasis, dejándose acunar por la dicha, un ladrido lejano, un susurro del viento, un recuerdo ancestral sentido como propio, el pasado mugiendo en la memoria devoradoramente, el porvenir intruso con su puerta insegura, pero el presente allí, tan solo superable si aquellas sensaciones alguien las comprendiese, si aquella plenitud la compartiese un cuerpo de carne, inteligencia y sensibilidad, un amoroso ser de ternura creciente, de indómita sustancia para su corazón cansado y añorante, un bebedizo mágico que le diese la paz, que le otorgase la mirada absoluta en la que dos sintientes se reconocen y arman el complot absoluto de la felicidad. Alguien vendrá, alguien vendrá, sopla con furia, repitió volviendo a la lectura.
Y allí el ventilador, como una cúpula espiral aventando las notas en una brisa tenue por todos los rincones y sus poros. Sabía que no era cierto, pero daba lo mismo: entró por la ventana, traspasando barrotes, y se tendió a su lado, ceñida su figura por la cenefa azul y toda la lujuria y el amor en los labios, sus gestos eran lentos, apenas se movía, como una nube que aspirase la lluvia hacia lo alto en vez de derramarla, una levitación constante cayendo tenuemente y no cayendo con tanta lentitud que la ecuación más vertiginosa o la velocidad mayor hubieran regresado a su comienzo antes de alzar su vértigo infinito, y a su lado tendida, paralela al delirio y al sueño más sublime, yacía sujetando su voz con su mirada para que no dijese, para que se callase, para que si sentía fuese un silencio que no dejase huellas, que no guardase pruebas de que había existido, la duda en el amor es lo que hace que viva y se renueve para saberse cierto, acaríciame suave, sin tocarme, sin verme, sacude los espasmos que habitan mis entrañas y pugnan por salir y vivir para ti, para mí, suéñame, víveme, pon tu mano en mi mente, túrbame con tu aliento, déjame compartirte, déjame ser tú junto a ti y esfuérzate en ser yo junto a mí, es la única certeza el instante del beso, púlsame con tus dedos distantes y sacrifícame, me entrego, soy tus ansias, escúchame plañir como esa música, entra en mi corazón y arráncalo y sórbelo en tu boca hasta que forme parte de tu sangre la mía, ¿me has oído?, te amo ...
Fue un rayo fulminante: toda una eternidad esperando la plenitud y ahora que estaba allí no sabía qué hacer, dejó que se marchara; porque ¿qué hacer con el amor cuando se encuentra?
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