Wagner: El oro del Rhin
Son muchos los que enturbian la existencia por no mostrar a sus héroes como lo que fueron: hombres que se superaron a sí mismos. Con frecuencia, la grandeza perdurable de un hombre nace de la miseria de su cotidianidad, afrontada como un reto.
Por ejemplo: la obra de Poe no existiría sin su alcoholismo (su lucha por librarse de él); ni la pintura de Modigliani sería como es sin su huida del “pernot”; ni la música de Tchaikoski languidecería sin su solitaria y clandestina homosexualidad. La soberbia ha creado las obras de Wagner y Gauguin. Las drogas engendraron la narrativa de Stevenson. Lord Byron y Oscar Wilde perviven porque vivieron una vida licenciosa que supieron trascender. Ni la Alicia de Carroll ni los cuentos de Andersen existirían sin la paidofilia que padecieron sus autores. Los inmensos poemas amorosos de Quevedo tampoco existirían de no haber sido un misógino. ¿Desmerecería la obra de Van Gogh, Schubert y tantos otros si fuese cierta la hipótesis de que fue la sífilis la que, paradójicamente, contribuyó a su proceso paramístico final?
Debajo o por encima de esas causas había una mente voluntariosa vencedora de los vicios y miserias de quienes las sufrían: de quienes las vencían. Pagaron un precio y es justo reconocer que lo que consiguieron fue consecuencia del empeño de sus vidas, signadas por la lucha contra los propios fantasmas. La belleza -la grandeza- solo adquiere su verdadera dimensión si se conoce la fealdad -la pequeñez- desde la que se consigue.
No se imita a los dioses -demasiado perfectos para ser imitados-, sino a los hombres que se comportan como ellos. La encarnadura de un ser en su palabra, pincel o pentagrama viene de la conquista que el hombre hace de sí mismo.
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