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sábado, 28 de febrero de 2015

El abrazo corrupto

Henry: El viaje, 6


(Para ti, que unes la estupidez a la embriaguez de tu estupidización).

Su corazón era un cadáver ansioso de sembrar muerte en los otros corazones. Sufría tal desahucio del mundo por su engreimiento y perversidad que, para no reconocer el odio que sentía por su propia necedad, anhelaba el mayor mal a los demás, aunque no lo mereciesen. Y dedicaba sus días a difundir infundios anónimos y rumores oscuros para que quienes se amaban llegasen a la sospecha, el desamor, el odio incluso:

- Oye, Equis, tú que tanto amas a Zeta y crees que te ama tanto, ¿sabes que Zeta se ve frecuentemente con Alfa?

Y así iba gangrenando a unas y otros, nunca se supo si por envidia, maldad, o estolidez profunda. Creía ser, así, quien dirigía las vidas ajenas, conduciéndolas a su antojo y atribuyéndose un poder supremo sobre los demás. No sabía que lo malo de la ceguera es que impide ansiar la luz. Y, por lo tanto, no veía que cada vez que su mentecatez lograba una victoria ponía de manifiesto su derrota personal.

Pero todo se aclara: y el enmascaramiento pronto fue inútil para esconder su ignominiosa personalidad. Porque la traición, por mucho que aparente ser lealtad, acaba mostrando que sus hechos solo son antifaces. Así, poco a poco, todos descubrieron la doblez de su verdadera identidad, y fue perdiendo a quienes había engañado con su hipocresía: y se quedó en la soledad de su mezquina estulticia, como el cadáver putrefacto que, como he dicho, era y no podía dejar de ser. 

Las únicas flores que adornaron su memoria fueron los escupitajos de cuantos se habían sentido heridos por aquella fiera inmunda y deslenguada.
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