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viernes, 7 de junio de 2013

La construcción del poema (XV): Hacia el himno

Ketelbey: El santuario del corazón

La construcción del poema (XV)
Hacia el himno

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1.-

Que la vida se tome la pena de matarme 
ya que yo no me tomo la pena de vivir, 

dice Manuel Machado, con un hastío del más puro tedio y que siempre he creído personificado en el Tediato de Cadalso.

Hay ganas de no tener ganas, Señor, 

escribe Vallejo resumiendo llanamente todo el existencialismo lírico desde, al menos, Quevedo. Desencanto que muestra este poema de María Sanz, en el que la aliteración paronomásica del primer verso conduce a un solipsismo heraclitiano cuyo yo íntimo, sentido como un desentendimiento de la existencia y de la propia vida, es el gozne sobre el que gira interminablemente la triste conciencia del vivir: 

LA TRISTEZA

Con el paso cansado de quien sabe
que va a ninguna parte, te disuelves
entre la muchedumbre. Tu deseo
sería conocer algún camino
que no tuviese fin, que no acabara
en otra despedida. Con el paso
del viento que se pierde entre los árboles,
vas y vuelves a ti, porque ya todo
lo humano y lo divino te es ajeno.

Esta aceptación templada de la inutilidad de la búsqueda se vuelve no sé si boutade o tremendismo en los siguientes versos de J. Cantero:
Manifiesto de desidia

Sueño a veces que he muerto 
y que me enseñan a resucitar.
Maldigo entonces a quien me ha robado
mis únicos instantes de alegría,
lo asesino, destruyo
su terrible enseñanza
y vuelvo a suicidarme.

Muchos son los humanos, y muchos los artistas, que no han conseguido llenar el vacío de sus vidas y han recurrido a la medicina del suicidio. Se necesita un senequismo que conceda templanza y nos permita afrontar el vivir sin desesperaciones -y también sin euforias-. Eso es lo que pretende quien espera que un Dios garantice lo que la razón no alcanza a comprender, como pide José A. Ramírez Lozano : 
                                
                           Ocúpate, Dios mío, del fuego que alimenta
                            la dicha transitoria y olvida las cenizas.

Pero sin un Dios omnipotente más allá de la lógica el sufrido humanoide se estrella contra el cielo y la tierra; porque, en palabras de Basilio Sánchez, siempre

                ... hay alguien sumido en la nostalgia
                  de un país interior 

País interior que no es sino ese yo que, como un fardo, apenas puede sobrellevar Boscán:
                    Cargado voy de mí doquier que ando

y que constituye el "dolorido sentir" de Garcilaso. Y el dolorido reír de Quevedo. Ambos sentimientos -melancolía, defensa de su opresiva presencia- desembocan en la construcción o autodestrucción del autor a través de la palabra. Es el origen de una elegía por la propia y cósmica existencia que se nos ha robado y la causa de un himno por la vida que se prometió plena e imperecedera. Un desbocamiento en la palabra, indómita o domada: la transfiguración en el poema. La escritura es, de este modo, el intento del náufrago por encontrar la isla salvadora. 
Unas veces tal intento consiste en desembarazarse de lo que nos duele para que no nos hunda en el abismo del océano interior: y se llega al estoicismo livianamente hímnico de la "vida retirada" de Fray Luis -que no es sino una solapada o explícita condena de la vida social-; otras, una asunción sin paliativos de que el mundo está "mal hecho", según afirma el autor de estas líneas:

                           Algo pasa en el mundo que lo hace inhabitable
                           para los corazones encendidos
                           y convierte sus llamas en ceniza.

Otras, una autoimpuesta confianza en la promesa incumplida, como parece deducirse del voluntarismo de Eloy Sánchez Rosillo :

                      Si alguna vez no me encontráis (...)
                      buscadme bien, buscadme y me hallaréis,
                      porque no pienso irme,
                      aunque parezca que me voy marchando.

En otras ocasiones, es el erotismo el que convence de que el viaje de la vida ha valido la pena; eso defienden, de modo muy distinto, José Luis García Herrera:

Si tuviera que empezar las historias por el final
empezaría hablando de ti
 hasta que la noche me ganara el sueño
 y en mi boca quedasen atrapados
 tus labios de cerveza.

                                  Cava en mi corazón hasta encontrar
                                  la semilla del cosmos
                                  y brotará la dicha en nuestros brazos.

También, la íntima batalla cae en un descreimiento de la propia escritura para afirmarse en aquello de lo que se descree, como parece afirmar Antonio del Camino :

        Porque invita la vida a ser vivida,
        más que escribir, disfruto de la vida.

En fin:
La felicidad es un país que pocos han visitado y del que demasiados han hablado con hipérboles. Por eso, como toda leyenda, cada uno sigue esperando convertirla de epopeya poética en realidad física. Mientras tanto la escribimos sotto voce y la leemos en voz alta para que nos inunde su diluvio. Pues la escritura -todo arte- es la construcción de un yo egregio y perdurable alternativo al de esta vida. 

2.- Aunque envueltos en el fatalismo, de nada nos sirve el llanto y de mucho la resilencia. De ahí que haya que esforzarse en transformar en himno vitalista la trágica elegía de la experiencia, puesto que siempre la vida empuja hacia la muerte. ¿Qué sería de nosotros si no nos aferrásemos a la contemplación de un afecto, o una divinidad por muy falsa que sea, al amor, al arte… 

Seamos contumaces en la alegría, no en la tristeza. Recuperemos las palabras de Novalis en los Himnos: “¿Qué ser que vive, piensa y siente no ama, sobre todas las maravillas, la luz…”. Creo que eso es lo que han hecho algunos grandes hombres. Beethoven, cansado de luchar contra el suicidio, anotó un día “A la alegría por el dolor” (fuente oculta del soneto de José Hierro). Compuso una “Fantasía coral para piano y orquesta”, y durante 20 años estuvo buscando con el mismo tema de aquella un himno gigantesco y cósmico, una opus que lo redimiese: finalmente edificó La Novena, la acrópolis de la música. Y Shelley escribió por las mismas fechas: “la canción más dulce nace de la tristeza”. La pintura de Miguel Ángel, los pentagramas de Wagner, las palabras de Emerson … hacen que el hombre se eleve por encima de sus penurias y agonías y las trascienda hasta alzarse sobre el dolor -incluso burlen la muerte-. Son conceptos que se oponen al “dulce lamentar” garcilasiano: por mucho que lo amemos, su oxímoron es una aberración de los sentidos, cuyo placer estético solo se explica por una tradición judeocristiana flagelatoria e inquisitiva; de ello dan cuenta la “tristeza, pues tú eres mía, / déjame que yo sea tuyo” de Boscán, el Góngora de “En llorar conviertan / mis ojos, de hoy más / el sabroso oficio / del dulce mirar”, el tremendista “daremos lo no venido / por pasado” de Manrique... toda la tradición, como digo, que reclama el sufrimiento masoquista como óbolo para cruzar hasta la dicha de ultratumba. Hay que desterrar la elegía compulsiva y buscar el himno. Y no solo esperando, como A. Machado en “A un olmo seco”, que la naturaleza nos ayude, sino esforzando nuestra naturaleza humana. 

Es verdad, o me lo parece, que solo desde una consideración voluntarista es posible aceptar la totalidad de las “Odas elementales” de Neruda: sin duda su escritura obedece a un afán de no bañarnos en la sangre de la herida, sino de regar con el agua que contiene toda sangre. Y por ahí es por donde hay que empezar: afirmando serenamente la hibrys de la vida en vez de revolcarnos en el lodazal de la muerte o en la injuria al Artífice Absoluto que nos hace nacer para morir. De ningún modo estoy invocando el carpe diem, tan satisfactorio y tan beleño, es cierto, pero que implica el desentendimiento del devenir y el olvido de la entropía vivencial, sino el esfuerzo por ejercitar la siembra de la savia que hay, a pesar de todo, en todo instante de vida, doliente o tortuosa.

Propongo esta divisa: “lucho para ser digno de mis sueños”.