LEJOS DE TODA FURIA
Antonio Gracia
Devenir
Antonio Gracia ha escrito, como viene siendo habitual en sus últimas entregas, un libro sereno, de gran intensidad lírica y de profunda meditación. El título, Lejos de toda furia, no solo da la pauta del tono por el que transcurre el poemario, sino que alude, creo yo, también a la renuncia del tan traído y llevado “furor poético”, o inspiración al modo romántico, desbordada y fantasiosa. La contención domina el libro, el afanoso trabajo del artesano del verso, la colocación exacta de todos los elementos poemáticos como si de la mano de un orfebre de la palabra se tratara, adelantando en cada línea una obra maestra, un universo completo. El resultado no es un brillo frío, sino que de esa maestría, como de la perfección de la estatua de Pigmalión, surge la vida y la emoción del poema. Los abundantes encabalgamientos del libro son el signo de que un río subterráneo y humano desborda el terso cauce del verso, que avanza calmo hasta romperse de no poder contener el ímpetu de la verdad o la belleza en forma de serena pasión, si vale el oxímoron. El libro es un paseo por un museo imaginario que a la vez devuelve al paseante al espectáculo interior de su existencia. Lo de dentro y lo de fuera se hallan fundidos en los versos de Antonio Gracia, como si se hubieran roto los marcos de las obras de arte, lo que las separa de la vida y del espectador. Así también, el poema hace estallar sus límites e incorpora al autor y al lector:
Siento el poder de esa certeza. Canto
dentro de mí y el himno reverbera
como una melodía inextinguible.
(“Noche estrellada”)
La contemplación se hace meditación y ambas se redimen en vivencias. Leer los poemas de este libro va más allá del acto de interpretar un texto, es impregnarse y experimentar el propio existir como precario y a la vez pleno de sentido gracias al arte. La poesía aquí es la gran balanza del ser buscando el equilibrio entre lo contigente y lo absoluto, lo que hay en nosotros de prescindible y lo que nos hace necesarios. La obra de arte, como quería Schopenhauer, nos salva de la miseria de existir. De ahí que la primera parte del poemario se titule “Del arte redentor”.
Antonio Gracia comparte con el pensador alemán una visión pesimista de la existencia, lo que hace que las formas de sublimación del dolor de vivir se conviertan en la única razón de sentido posible:
Mira el árbol tullido y centenario
cómo acepta la muerte:
es la clarividencia de la edad
la que nos hace ver que todo es nada.
Contempla la mañana, siente el día,
inúndate de luz. No desesperes.
Pronto vendrá el crepúsculo a salvarte.
(“El huérfano senecto”)
El “crepúsculo” aquí es el descanso que supone la muerte, pero a la vez alude a una obra de arte de la naturaleza, con su fuerza plástica, sus colores, su apoteosis de luz. La poesía nos hace más conscientes de la fragilidad, pero en esa ampliación de la conciencia va también la posibilidad de gozar más los matices de estar en el mundo.
No estamos, con todo, ante una simple prolongación del culturalismo que intermitentemente visita la poesía española o es visitado por ella. Lo interesante del proceso, tal y como lo presenta el autor, es que el trayecto va de la vida al arte para devolvernos un reflejo de nosotros mismos:
Naturalmente, mi escritura siempre ha tenido una fuerte apoyatura cultural, puesto que toda vida y todo arte son hijos de los libros y del arte, y solo en ellos podemos ser y redimirnos. Bien claro queda en “Informe pericial" y en “Hijos de Homero”, si bien en este los poemas fueron anteriores a los títulos y, por lo tanto, lo que parecen homenajes solo son confesionalismos disfrazados. Esto último (como en una trilogía impremeditada) ocurre en “Lejos de toda furia”, cuyas imágenes no han suscitado los poemas -salvo excepciones-, sino que se han buscado para ilustrarlos. Todo ello parece ser consecuencia de un inevitable y fragmentario autobiografismo síquico persiguiendo causas o excusas para expresarse.
El amor es igualmente un espacio de salvación y de conocimiento. “De amore” lleva por título la segunda sección, pero se trata de un amor de nuevo pasado por el tamiz del arte. La belleza primigenia es aquí una fuerza que desborda la forma humana y solo alcanza plenitud cuando se representa en un modelo universal, llámese Gioconda, Dama de Elche (vieja conocida del autor), Desdémona. El platonismo de Antonio Gracia es evidente a este respecto, pero se trata de un platonismo a la manera de El banquete, que no olvida la sensualidad y que el gozo de amar lo bello abre una verdad no solo para el espíritu sino también para el cuerpo del amante. Soberbio el inicio del poema dedicado a la Santa Teresa de Bernini:
Como si el alba abriese su pecho y de él brotaran
palomas encendidas que nublasen el cielo,
sentí mi corazón tremular mis entrañas
y hundirse en él la lanza de un gigante de oro,
verdugo de mi carne y amante de mi espíritu.
La tercera parte del libro acoge bajo el término musical de “Bagatelas” otra serie de retratos y reflexiones que nada tienen de menor, pero sí de misceláneo. La aparición de varios sonetos, de excelente factura, nos habla de una dinámica esencial de la poesía del autor, que como un busto de Jano mira por un lado a la tradición de la que parte y que ha asimilado, y por otro nos la devuelve renovada, jugueteada (si se me permite el neologismo), sorprendida de sí misma.
Y como en el celebérrimo soneto de Góngora, se cierra Lejos de toda furia, con la imposición de las sombras, aunque en Antonio Gracia la ausencia de luz se convierte en una invitación al viaje interior que empezó, estoy convencido, no en este libro sino en los arranques de su ya larga carrera poética:
Pienso
en este instante en el dolor callado
que se asoma a tus ojos.
Cuando
el crepúsculo encienda el horizonte,
camina hacia tu alma y hallarás
dentro de ti la música del cosmos.
(“Princesina”)
En este denso y exacto poemario el autor sigue fiel a la consigna de sus últimos tiempos de llegar al himno a través de la elegía, de hacer una celebración con los materiales de nuestra penuria vital. Como el Beethoven que retrata aquí en trance de componer su obra maestra, la novena sinfonía (“op. 125”), Antonio Gracia construye con la melancolía “pirámides de música”, de palabras elevadas al canto que penetran un cosmos que por muy agónico que parezca se explica y se justifica a la luz de su creación. Compartámosla.
Ángel Luis Luján Atienza
Universidad de Castilla-La ManchaIr a
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