Agradezco a Luisa Pastor, Álvaro Giménez, José Aledo y cuantos han intervenido en ello, la realización de este vídeo que, como un retrato, han hecho sobre versos de distintos poemas pertenecientes a Fragmentos de identidad.
Hay quienes se contentan con sobrevivir, en vez de vivir plenamente. Mal que me pese, reconozco ahora que para esto último es preciso aprender a convivir. Como lobo solitario, sé que hay pocos paraísos semejantes a los de la soledad buscada. Pero esta es aún más gozosa cuando es posible salir y volver a ella antes y después de gozar también de serena compañía. Siempre he viajado desde mi isla hasta otras tratando de no naufragar ni provocar naufragios. Cuando se consigue ser isla y continente, y el istmo es navegable, la tierra y el océano son nuestros.
Digamos, por ejemplo, que una mujer -o un hombre- se obstina en que ya es muy tarde para cambiar -cosa que se decía igualmente cuando aún era temprano-. Ella quiere ser aceptada tal como es, con sus virtudes y defectos; como casi todos. Olvida que cuando el individuo entra en sociedad -o en pareja- cambian sus derechos y deberes y debe asumir los del grupo. No se da cuenta de que cada uno somos como nos han hecho, y que debemos ser nosotros quienes nos hagamos cuando nos concienciemos de que solo aprendemos cometiendo errores que querían ser aciertos. Que debemos ser sujetos de nuestra identidad: puliendo nuestras virtudes y eliminando los presuntos defectos.
Pero toda autocrítica es dolorosa, y querer cambiar implica reconocer que hemos vivido equivocados, o con un criterio inasumible por los otros, el otro. Preferimos no reconocer errores -aunque eso nos obligue a seguir cometiéndolos y a continuar sufriendo rechazos-. Eludimos mejorarnos -cambio que nos permitiría ser aceptados-. No somos culpables de que nos hayan hecho como somos –genes, familia, educación, compañías…-; pero somos responsables de no querer rectificarnos. Nadie quiere soportar al otro; sin embargo casi todos exigimos que nos soporten.
Esa mujer -y la otra mujer, y el otro hombre…- cree que la alegría, o la felicidad, es algo que algunos reyes magos dan gratuitamente y que es el mundo el que debe cambiar para ella -ellos-. La verdad es que somos nosotros quienes, con esfuerzo, paciencia y ahínco, debemos conquistar y cuidar una parcela amable del mundo, cada día. El método es un sabio y bienintencionadodo ut des: sin traicionarnos, alojar un nosotros en el yo. Ni ceder ante la muchedumbre ni encarcelarnos en nuestros autismos.
Si no, mejor es retirarnos a la isla de la que hablaba al principio. Aunque tampoco sabremos vivir allí si no admitimos nuestras limitaciones.
No sé si eras azul ayer o solo lo eres en mi recuerdo. Voy olvidándolo todo lentamente. La vida, igual que la memoria es un fraude también. Hay tantas cosas convertidas en frágiles recuerdos que si no consiguiéramos diluirlas en tiempo inexistente o inventado nos transubstanciaríamos en galaxias que acabarían estallando. Somos sístole y diástole reconstruyendo tumbas. De manera que es como si la muerte, generosa, quisiera mitigar con el mágico olvido el sufrimiento de la despedida.
El autor, recordando a los amantes de la Historia, y
consciente de la fugacidad del amor, pone fin a su idilio.
Como el amor, igual que nace acaba, debemos acabar con él ahora, antes de que él termine con nosotros. Mejor es abrazarlo una mañana, y olvidarlo, que convertirlo en llanto porque domine nuestros corazones. Aquí te dejo un beso, amada mía. Pon otro tuyo sobre él y sean nuestras bocas errantes, en el tiempo, nuestra callada y peregrina historia. Que mueran nuestros cuerpos, no su espíritu.
Casi átomo tras átomo se aproximaba el labio al otro labio, recorriendo distancias ancestrales y espacios aún inexistentes, queriendo divisar el paraíso en la cercana boca a la que lentamente, con lentitud de cósmica distancia, parecía querer llegar y no llegar por sentir el disfrute de la humedad batiente de su pálpito y, a la vez, dilatar y esperar aquel encuentro con el edén soñado de las bocas juntándose, estallando y volviendo a la ebriedad primera de la carne, al nacimiento pleno de la luz, al origen de todos los principios, cuando el primer motor de la conciencia universal diseñó que un buen día iba a nacer en medio de la tierra y el agua, el fuego y las tormentas, una especie novísima que pasaría a llamarse, a falta de otro nombre, Amor, el árbol de la dicha. Se estremecieron todas las estrellas, y todos los océanos desbordaron su orilla mientras aquella sensación de ebriedad emotiva saltaba de una célula a otra y caían las ropas, se desnudaba el cuerpo y se unía la piel con otra piel, como dos meteoritos esperándose miles de eternidades, lúbricos, amorosos y expectantes.
Finalmente los rostros y los cuerpos se anillaron y ella y él, debajo de la noche y encima de la luz, se unieron en un beso. Y empezó el big-bang íntimo. Desde entonces, el Amor es la única trinchera de este mundo.
Una mujer azul entró en la vida de un hombre oscuro. Este no esperaba tal intromisión y, menos, que tal encuentro alteraría su vida. Tanto que fue abandonando los juegos amorosos de su larga existencia y enamorándose lentamente de la mujer azul.
Y empezó a sentir, entrelazados, gozo y miedo porque nunca había experimentado esas sensaciones que acompañan al primer amor: gozo porque el corazón se enciende y sueña con edenes, convierte a la amada, o al amado, en centro del universo; miedo porque amar entrañablemente conlleva el temor a perder el paraíso hallado.
Así, unas veces se entregaba a las dulces fantasías de la felicidad, y otras se mostraba irónico, sarcástico, diablesco, a fin de resultar detestable y alejar a su amada tanto como los alejaba la distancia y el carácter que los separaban. Ella era dulce, sencilla, vivía entre las flores igual que una flor más; él era laberíntico, escéptico, vivía entre los crisantemos semejante a uno de ellos.
En resumen: el hombre oscuro perdió a la mujer azul y continuó viviendo en el infierno de su confusión porque no supo apreciar el cielo que se le ofrecía. Un día -como hoy- le escribió unas palabras- como estas- que jamás le envió porque sabía que ya era demasiado tarde. También porque -admitió- no merecía aquel diamante y este era digno de fulgir en el más noble de los corazones con que se encontrase. Dice el Juglar que El Diluvio no dejó tantas lágrimas como su tristeza.
Mal vicio, como todos, es convertir la conversación en disputa; sobre todo cuando el malentendimiento surge sencillamente porque los hablantes -o uno de ellos- dicen lo primero que les pasa por la mente o interrumpen al otro porque lo que tienen que decir les parece más importante que lo que están escuchando y temen olvidar cacarearlo.
Así, llega un momento en el que se dicen: "pues será mejor que dejemos de hablar".
Pero no. Porque la solución no es callar, sino hablar bien para ser bien entendido y escuchar bien para no interpretar mal. Eso es conversar. Lo otro es ansiedad, descortesía, falta de educación... contumacia. Además de ignorancia: pues el sabio sabe que casi todo lo ignora, y el necio cree que todo lo sabe -y como tal se comporta-.
El siguiente poemilla burlesco lo muestra incluso en ese encabalgamiento forzado adredemente:
Monólogo interrupto Estaba Dulce conversando un día