Pulsar Trece poemas etópicos
El Magno
Alejandro camina despacio, fieramente,
en medio de dos fieles soldados que lo escoltan
como una doble adarga a fin de guarecerlo
de las hostilidades que le acechan.
Estos mismos soldados han detenido espadas
traidoras en su propio campamento,
insidias en la noche y bajo el sol.
Avanzan los soldados junto al héroe,
que sabe que la muerte lo acosa a cada instante
y que al amanecer se enfrentará a otro ejército,
dispuesto a amontonar horrores y cenizas,
batallas como nudos que la espada
ha de sajar cruelmente, con valor y dolor,
pues la vida consiste en matar y morir.
El lejano estallido de los grajos hambrientos
trompetea la noche como un alba rampante.
Alejandro camina junto a sus dos guardianes
entre antorchas y tiendas, estandartes y heridos.
Se detiene a la entrada de sus alojamientos,
párvulos y alumbrados con dos teas.
De nuevo, como un grumo de sangre -magma y hielo-,
siente sobre sus hombros el peso de los miles
de cadáveres vivos ante el amanecer,
que acecha como un tajo de luz ensangrentada
sobre torsos y cuellos que aún define la noche.
Mira a sus dos soldados, centinelas
orgullosos de que su honor dependa
de la simplicidad de cumplir órdenes,
ajenos a dilemas metafísicos,
sin dudas en la exacta misión de protegerlo.
Mira también, lejano, cómo muere el crepúsculo,
semejante a un alud que deshiela su fuego.
Y atraviesa las sombras con ímpetu gordiano.
La soledad del hombre ante el destino
le derrama sus pámpanos amargos.
Mientras sorbe el licor de una crátera de oro,
medita, desciñéndose su cinturón armado:
solo hay un arma inerme y pacifista.
Y, acurrucada su melancolía
entre las grises páginas de un libro
que jamás abandona, relee una vez más,
antes de abandonarse a dormitar,
un fragmento terrible de la Ilíada.
Jesucristo el zeúpida
Dime si es hora de decirle al hombre
que debe abandonar supersticiones
porque pensar es elegir, dudar,
tener miedo al error; y que la fe
es el exacto y firme sacrilegio
de la razón.
¿No es la mejor conquista el albedrío,
saber que somos causa y consecuencia
de otros y para otros?
Ni siquiera yo sé si soy un dios
o creo serlo porque me lo has dicho.
Puedo seguir con mi disfraz de hombre
o desvestirme de hombre y ser el dios
que aguardan cuantos sufren, cuantos sueñan
que la mentira salva a quien la cree.
¿No es superstición la religión?
Dejemos que descrean o que crean
—sin promesas,
prestidigitaciones o milagros—
en una vida plena tras la muerte.
Quien no duda no busca la verdad.
¿Tengo yo libertad para elegir?
¿Puedo elegir, acaso, no morir?
La verdad es el único cadáver
que siempre resucita.
No sé si soy un dios o soy un hombre.
Los dioses mueren cuando el hombre piensa.
Homo artisticus
Mirad la zambullida de la gaviota errante
en el mar cristalino cuando busca alimento.
Mirad cómo adelgaza
su gris y fusiforme geometría,
cómo hiende las aguas para saciar en ellas
el ansia que da vida.
Así el poeta
—y el músico, el pintor— entra en el laberinto
de su yo más secreto buscando la armonía
entre lo sensorial y la razón,
lo que quisiera ser y lo que es;
y pule la estrategia del decir y su método,
somete las cadenas de la norma
a su ágil libertad,
y hace del canon otro canon íntimo
al convertir su ser en obra exacta
a un pequeño universo en el que late el Cosmos.
Mirad de qué manera
las palabras, colores y sonidos
hallan su dimensión de símbolos excelsos
emergiendo del vértigo por la fuerza creadora
de una mente que talla sus diamantes
con fuego visionario y domeñado.
Mirad de qué manera
un hombre sentidor y reflexivo
encuentra el cauce justo
para que lo que es propio sea de todos.
Anagnórisis (Erasmo)
En la penumbra de la habitación,
bajo el destello del atardecer,
abro un libro. Su verbo me sumerge
en un retrato que parece el mío
y se convierte en el autorretrato
que no supe trazar y me define.
Y me pregunto: ¿qué
nos dice todavía, después de años y siglos
un libro, y por qué los otros pasan
al olvido? Sin duda es su elocuencia
universal e intemporal, su sabia
mirada al corazón
del hombre en su esencial identidad.
Es esa su nobleza, su grandeza:
haber sabido descifrar los rasgos
distintivos del alma
y decirlos con la palabra exacta y sobria
desbrozada de circunstancia, y darle
la cadenciosa simetría, el mágico
fulgor del fuego, el roce
de la absoluta idoneidad. Qué esfuerzo
el de ese espejo que nos da la imagen
del que somos. Por eso cada hombre
se reconoce en él.
La tarde ya anochece
y cierro el libro. Es como
si fuese yo la pluma que lo ha escrito.
Oniria junto al tilo (El Romanticismo)
He salido a la vida, a caminar
por los altos senderos de la luz.
El viento me golpea y se me cierran
los ojos. A la vera del camino
yace el árbol: en él grabé mi nombre
y tu nombre, y el nombre de la vida,
que no es sino el del fuego; y escribí
un canto a la existencia, como ahora
quiero escribirlo. El viento me golpea
y no me deja ver, pero vislumbro
tras el tilo, embriagada con su sombra,
a la muerte asomando su esqueleto
vestido con tu carne; y tu fantasma,
o el de la muerte, muesca su murmullo:
«en mí hallarás la paz».
Yo sigo absorto,
monólogo hacia adentro, ensimismado
entre himnos y elegías. Avizoro
el sol, su rutilante simetría
alumbrando la noche de mi noche.
La reciedumbre de la luz me lleva
a un infinito en el que aguarda un éxtasis.
Pero el viento, de pronto, es un mastín
azuzando mis pasos hacia el árbol,
y me susurra: «ven,
en mí hallarás la paz».
Angrac Ianto medita junto al alba
Ahora que hace muchos años ya
que dejé de escribir y que abomino
de mi propia poesía, me pregunto
qué temas serán dignos de una pluma
sabia e imprescindible para el hombre.
En verdad que escribir es cosa fácil
cuando nada se tiene que decir.
Y en verdad que quien calla es porque sabe
que ya se ha escrito todo lo que importa.
Tres manantiales sacian nuestra sed:
aprender de las artes y las ciencias,
comprender el pasado y el presente
y prevenir con ellos el futuro.
¿Qué respuestas quisiéramos hallar
cuando nos convertimos en palabras?
Pocas cosas nos atan a la vida,
nos dan una razón para vivir:
los padres y los hijos, a quienes nos debemos;
el afán de entender por qué morimos;
las artes y el amor, que nos consuelan;
el placer de pasear por un bosque de libros
buscando aquella frase cuya página
nos niega la memoria…
y la necesidad de dejar este mundo
mejor que lo encontramos.
¿Acaso lo demás no es literatura?
Poeta en el ocaso
Escribe una palabra, un verso, duda
al borde del segundo, como si
se lanzara a un suicidio al asomarse
al tercero y seguir su confesión.
No divisa el siguiente, o le parece
efímero, trivial, desalentado…
Abandona la pluma sobre el folio,
se recuesta en el lecho, rememora
otros tiempos en los que los poemas
fluían como densos manantiales
plenos de llameantes metafísicas
y escuetas ambrosías. Reconstruye
frágiles sueños con sus pesadillas,
ilumina las sombras y el silencio.
Ordena la tormenta. No renuncia
a mirar en sus cuévanos mentales,
a triscar los secretos, a decir
el nombre de la vida tras la muerte.
Se levanta, batalla con el folio,
torna a esgrimir la pluma abandonada,
vuelve a su soliloquio estremecido.
El fuego de la creación (Prometeo)
¿Qué sería del hombre sin sus sueños?
Durante siglos como eternidades
vivió el hombre a la sombra de la luz,
fuera de la razón, en las cavernas
de la intuición veloz y el lento silogismo;
yo encendí bajo el párpado una antorcha.
yo descubrí el enigma de la Esfinge,
conseguí cabalgar las olas con navíos,
fingí el corcel troyano, di a Aristarco
la forma de la Tierra, liberé
al artista de su barbarie; el barro
se convirtió en estatua; la línea y el color
forjaron los espejos de paisajes y rostros;
el sonido fue música.
No hay página que no haya escrito yo,
ya sea de agua, sangre, tinta, piedra.
Yo soy la efigie de la voluntad,
el paroxismo, el éxtasis, la duda
vencida y convertida en existencia,
el origen, el tuétano, la causa
de cuanto habéis llamado Humanidad.
Palamedes o Cadmo o Champollion…
¿Qué sería de todos los que escriben
y leen si no hubiera yo inventado
un alfabeto para que la Historia
fuese posible y notariase el viento,
el amor, las venganzas, los homeros,
las odiseas y las metafísicas,
las olas del océano, los ríos,
la múltiple belleza de las flores,
el nombre de los pájaros, la ardiente
simetría del beso y las estrellas,
el terciopelo de la piel del alma,
el filo de la espada y las victorias,
las epopeyas de la sangre airada,
la lírica carnal de los misterios,
el mar en el que el barco hunde su proa,
el arrecife alanceador del barco,
el fulgor de la muerte cuando empuja
hacia otra vida a quien se lleva de esta,
la metáfora y el daguerrotipo,
el aroma del vértigo, el topacio,
el cielo y los infiernos, la esperanza
de ser dioses nacidos de luzbeles,
el esternón como un puñal clavándose
en el purpúreo corazón del tiempo,
la piedra y el vencejo, las sirenas
fingiendo no existir, el astrolabio
rusiente y ágil para biemperdernos
en las urdimbres de los laberintos
de la metamorfosis jeroglífica…
(pues todo es un acróstico del fin …).
Autoanagnóris (Yepes)
Más allá de la muerte hay un país
en el que fluye un manantial sereno.
Un horizonte sin final prolonga
el sueño de la dicha al infinito.
No existen ni las noches ni los días.
El trino de los pájaros acuna
la soledad que mece el corazón
abrazado a su músico prodigio.
El sístole del alma reverbera
bajo el palio del cielo, y una ofrenda
de flores y fragancias transfigura
en sortilegios toda sensación.
Fulge la oscuridad y un resplandor
seduce la mirada. Todo es dicha.
Es todo un viaje inmóvil a la luz,
un flujo hacia el abismo cenital,
la oculta sinestesia.
Minotauros – Naufragios (J. Cantero)
Hay monstruos en la mente que devoran el alma.
Son ascuas que antes fueron estrellas y diamantes.
Son caballos que trizan, quimeras olvidadas.
Crecen alimentándose del tiempo,
de la oscura memoria que todo lo transforma
en sus inmensurables laberintos.
Dejan el corazón envenenado
de la gris y letal melancolía.
Son caballos que trizan, quimeras olvidadas
de que antes fueron sueños, onirias y luzbeles.
Un día se convierten en cadáveres tristes
de anhelos imposibles, en dragones y víboras,
gorgonas, espejismos, pegasos, clavileños.
Dejan el corazón por siempre
envenenado de melancolía.
Originalidad encadenada
Leo un soneto de Quevedo y siento
que soy Quevedo reclamando vida.
Rememoro unos versos de Virgilio
y Roma coloniza mi sentir.
La música de Schumann determina
mi percepción del mundo. Está Van Gogh
dictándome la forma de la noche.
Hay en mi corazón algas y estrellas,
lascas de infinitud, ecos del tiempo,
esquirlas de futuro y de pasado.
En mi ser se resume cuanto existe.
Mi identidad es la de nadie y todos.
Diluvios en la aurora
1.-
Estrábicos los pechos, cincelados
Por las feroces manos, frutalmente
Retorcidos, mordidos los pezones
Dispuestos a estallar, casi sangrantes,
Desencajado el rostro en un aullido
De placer y dolor, frotan los cuerpos
Sus lujurias en un fragor constante
De émbolo tumultuoso y desgarrado
En un galope lúbrico y exhausto
Hasta que el amasijo de la carne
—En bruces y supino escalofrío—
Se torna un laberinto inextricable
De ingles y axilas paralelamente
Y el volcán se eyacula en doble cráter
2.-
Lóbrega insurrección invade el esqueleto,
El cerebro, las vísceras, la sangre,
Arrasa el alma, extingue la existencia.
Diapasones de muerte se truecan en campanas
Y la desolación diluvia el mundo.
Qué penal de dolor el Universo
Y qué invasión de luto.
Y sin embargo el hombre no se rinde
A los tridentes de la destrucción,
No hay ananké que pueda derrotarlo.
Lucha contra esperanzas y temores,
Laberintos y calabozos, tuétanos
Y heridoras zahúrdas; cae, lo triza
El dolor, lo enajena una y mil veces…
Y vuelve a levantarse desjarretado y vivo,
Luchador contra dioses y demonios,
Defensor de la vida, héroe del tiempo.