En demasiadas ocasiones suele asimilarse la locura a la genialidad. Así es si pensamos fugazmente en Schumann, Holderlin o Van Gogh, por citar solo tres. Sin embargo, no son sino excepciones a la regla, como demuestran Bach, Beethoven, Wagner, Homero, Dante, Cervantes, Velázquez, Renbrant, prodigios del equilibrio.
De modo que hay que acudir a otro criterio que explique el porqué de esa dilogía genialidad-locura y apuntar que tal vez esta esté más cerca de la lucidez y sus empeños en comprender las premisas de un mundo incomprensible.
Cualquier humano sueña con un paraíso, pero no todos pretenden conseguirlo. Y esa es la diferencia: que algunos humanos se obstinan en introducir el océano en una vasija, el inmensurable sinsentido de la vida en su mente y su necesidad de darle sentido a cuanto existe. De cuerdos es soñar y saber que los sueños son inconseguibles -y que por eso siguen siendo sueños-. La historia está llena de utopías y distopías urdidas por lúcidos artífices que tal vez se liberaron con ellas, al urdirlas, de la amenaza de las disfunciones de sus mentes. Otros igualmente lúcidos fracasaron en su obstinación de conseguir y sucumbieron ante el enervamiento de su obstinación. Es como si Dios, al contemplar el fracaso de su Edén, se hubiera suicidado en vez de dedicarse tranquilamente a contemplar el devenir de su fracaso.
Ver más allá de donde todos ven para hacer visible lo invisible -para sí mismo y los demás- es un mérito, no un demérito. Y por eso tales visionarios son elevados a la categoría de genios, creadores, artistas...
Lo que ocurre es que a veces la propia creación, o su intento, pesa más que las fuerzas del creador: y lo derriban. Pero ahí quedan sus obras y sus tentativas como consecuciones o puntos de partida para otros lúcidos geniales cuyas mentes no pudieron -no podrán- soportar la visión de la luz.