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domingo, 24 de noviembre de 2013

La palabra cautiva (Lorca, Machado, Hernández)

Shostakovich / Berstein: Sinfonía nº 5

          Como en una carrera de relevos, Federico García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández se repartieron el trecho de la vida hacia la muerte por desamordazar la palabra amordazada. Magia o azar parece que el tres presida tanta muerte. Un poeta empujado hacia Víznar -“¿Quién encierra una sonrisa?”- en 1936. Un poeta arrastrándose hasta Collioure -“¿Quién amuralla una voz?”- en  1939. Un poeta amarrado en Alicante -“¡No podrán atarme, no!”- en 1942. Tres años de contienda fratricida. Tres hombres despeñados por el más profundo de los desfiladeros. Tres exilios en el territorio de la muerte. “El crimen fue en Granada”, en Collioure, en Alicante. Tres paradigmas de la soledad sublevada y transmutada en un vuelco hacia los otros, destruidos. Tres voces hacia el pueblo, masacradas. Pero, “sentados sobre los muertos”, se instalaron definitivamente entre los vivos.
               ¡Cómo no iban a llegar al ser humano si la voz puede matarse pero no el sentimiento que la moduló y la cinceló en palabra escrita, si cada hombre busca esa escritura para adentrarse en los caminos de la libertad! Ellos -y tantos otros- se sabían iniciadores de un trayecto que puede resumirse en Blas de Otero: “Si me muero será porque he nacido / para pasar el tiempo a los de atrás”.
                 Duele pensar en Miguel Hernández dentro de su exilio carcelario, cuando toda España era “una cárcel sin muros”, según la expresión de Paul Illie. Duele pensar en Antonio Machado caminando su anábasis nocturna, exiliándose “a pie, pasando así los montes altos de la frontera helada porque sus mejores amigos, los más pobres y los más dignos, los pasaron así”, como observa Juan Ramón Jiménez. Duele pensar en García Lorca por la naturaleza del ensañamiento: la depredación de la palabra en libertad, incluso sin compromiso de partido.
                 Ellos -y tantos otros- fueron con su palabra y sus antorchas los centinelas de la justicia. Ellos, aun con terror, no temieron arriesgar sus vidas porque sabían que sus muertes abrirían nuestro horizonte. Juan Gil-Albert lo ha escrito: “Vida y muerte hacen en ellos un todo con su obra. Ese es el espantoso privilegio que los distingue”.