Orff: Fortuna imperatrix...
En el origen se valoraba la experiencia como maestra de la conducta. Por eso las diferentes experiencias del hombre y los pueblos empezaron a recordarse mediante la escritura, haciendo de esta el punto de partida de nuestra existencia. Y por eso en el mundo clásico era tan importante el libro. Sin duda, la conquista de la palabra es el mayor descubrimiento de la Humanidad.
Durante los siglos medievales el saber -y, por tanto, los libros- era más una rémora que un bien, puesto que nadie sabía leer ni quería aprender (y en eso consiste la ignorancia: en que el ignorante ignora que lo es y, por lo mismo, desconoce igualmente la dicha y la importancia del conocimiento). De modo que solo los ricos cultos podían permitirse encargar la copia de un ejemplar a un monje, quien tardaba incluso años en acabar su tarea.
De repente, Gutenberg descubrió la manera de copiar con presteza y escasos costos, y realizó tiradas de hasta mil ejemplares. Así se extendió el aprendizaje, el conocimiento, las diferentes perspectivas sobre el mundo, el ser, la convivencia...
Hoy el ordenador, última forma que ha adquirido la imprenta, puede llevar el saber a todas partes en solo unos momentos. Pero los usuarios, más medievales que los hombres del medievo -con las nobles excepciones-, ya han olvidado lo que es la cultura y se contentan con lo que llamamos civilización, cada vez más cercana a la incultura. Y en el lugar que ocupaba el hombre -y la mujer- humanista hay un frívolo hedonista.
Hay que abrirse a las nuevas perspectivas que nos ofrece el progreso y beneficiarnos de ellas procurando que las tecnologías no entierren los humanismos, de modo que el mundo no solo sea mejor para los que estaban bien. Porque si es verdad que todo lo que adelanta la ciencia no es un progreso para la conciencia, tampoco es falso que el miedo a avanzar implica un retroceso. Y porque una cosa es cierta: el futuro no está en el confort, sino en el bienestar del corazón.
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