Observa Hemingway que el único placer civilizado que le queda a los hombres es el de la conversación. Y así ha sido desde que Sócrates, Platón, Aristóteles y Epicuro promovieran el diálogo como fuente de sabiduría. Una conversación sabia y serena muestra la cordialidad de quienes hablan y de cuantos escuchan para aprender.
Sin embargo, nada o poco queda del diálogo conversador en las últimas décadas, en las que la prisa por hablar sin pensar ha convertido la conversación en discusión: quienes hablan mantienen un monólogo simultáneo en el que nadie escucha al otro, y en el que cada parlanchín no expone su opinión sino que trata de imponer lo que se le ocurre en ese instante, sin más coartada sapiencial que la de que "cada uno tiene derecho a pensar como quiera". (Pero no: todos tenemos el deber de pensar con sensatez y de expresarnos con buena educación).
Dos empiezan a tratar de cualquier cosa, o de no saben qué, se cortan mutuamente a media frase, no esperan a que el otro acabe porque se les olvidaría lo que es mejor que callaran -qué lástima que no sea así-, no tienen en cuenta que al otro -además de tener el turno de palabra- también puede olvidársele, y se desgañitan por parlanchinear siguiendo la divisa involuntaria de que el asno no sabe que lo es y por eso quiere seguir rebuznando...
Cuántos amigos y parejas han terminado su relación por no saber callar cuando habla el otro.
Claro: que si nuestros modelos de la buena educación son los televisivos -políticos, opinionistas, muchedumbre a granel...- qué va a aprender el ciudadano.
En fin: silence is golden?
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