R. Strauss: Muerte y transfiguración
SEMBLANZA CRÍTICA
Por edad y formación, Antonio Gracia (Bigastro, Alicante, 1946) podría compartir buena parte de los valores y la mitología sesentayochistas; sin embargo, su hipertrofia egotista lo hace renuente a asumir su condición histórica. La «inflamación del yo» que lo caracteriza no tiene que ver con la autosatisfacción complacida, sino con el desasosiego perpetuo, de espaldas a las razones sociales. Su arrebato desborda, incluso, los cauces del sujeto personal, desparramándose en versos atribuidos a otros autores que crea para darle salida. No se trata de heterónimos, lo que comportaría inventarse otro psiquismo, sino de la habilitación de nombres distintos al suyo con los que compartir el peso de su voz.
De los cascotes de la razón ilustrada, y de la imposibilidad de restaurar un universo asentado en la fe, procede su constatación de la existencia como un fracaso. Este es redimible en parte mediante su transmutación en obra de arte, que puede colonizar otras almas y alcanzar así un soplo ―si vale el oxímoron― de eternidad. De ahí que la creación sea algo más que una aventura estética: el descalabro existencial del ser para la muerte encuentra algún alivio en su actualización artística.
La obra de Gracia responde a dos periodos psíquicos de naturaleza desigual, separados por un ancho silencio. En el primer tramo domina el patetismo, su iconoclasia es palmaria, la vocación anticlasicista notoria (salvo en el metro). En el segundo, en cambio, el verso se serena, los contenidos desbordan menos veces y con menor violencia los conductos formales, y la búsqueda siempre insatisfecha de la felicidad cede ante la aceptación de los límites. Y tanto en uno como en otro periodo la expresión rehúye las sinuosidades y ambigüedades semánticas, las ironías, los quiebros psíquicos.
Por lo demás, Antonio Gracia ha practicado impúdicamente la evisceración de su intimidad, pero al tiempo ha ido dejando señales, más por descuido que por cálculo, de confusa interpretación que hacen difícil seguir la pista de su hilo de escritura y de publicación. Abundan las composiciones que circulan de un libro a otro, los poemas que comparten el mismo título, los intertextos naturalmente integrados en la obra, o los nombres diversos en los que se distribuye la voz del autor.
Los títulos correspondientes a su primer momento estético son La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980) y Los ojos de la metáfora (1987, pero concluido en 1983). Los quince años que van de 1983 a 1998 son de silencio purgativo, aunque en 1993 se publicó Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), una recopilación selectiva de su obra. En esos tres libros Antonio Gracia procede a la descripción de un yo obsesionado por la (auto)destrucción, cuya manifestación artística recuerda procedimientos de la vanguardia española de los cuarenta (fulguraciones imaginísticas de Ory, ars combinatoria de Cirlot) más los jirones expresionistas y confesionales, según por aquellos mismos años practicaron Dámaso Alonso o Miguel Labordeta. Pero no es la poesía, sino la música, el arte que probablemente influye más en su forma compositiva: las estructuras que convergen en Wagner y divergen desde él. En este caso concreto, las recurrencias, inversiones y retrogradaciones conectan genéticamente con el atonalismo de Schönberg. No es infrecuente que el argumento sea barrido por los efectos musicales de cadenas iterativas y neologismos que desembocan en la búsqueda atávica del yo, como se evidencia en una de sus «50 astillas para l’ataúd (Obsesivaria)», la poética que cerraba Fragmentos de identidad: «el agujero blanco de la página / el universo antonio de la página / el espejo frustrado de la página / el página del frustre de la espejo / el página del jero de antoverso / el páginio del bláncuni del pántonio // he pasado mi vida buscando a antonio gracia».
En La estatura del ansia se impugnan los signos de la mitología cristiana de su adolescencia. La presentación torsionada o negada de los mismos, y el desaforado afán subversivo, les confieren un evidente tono blasfematorio, mezclado con un aire de erotismo decantado hacia la muerte. Las llamadas centrífugas de La estatura del ansia se repliegan en Palimpsesto, un «libro de la muerte» en que la voz autorial entra en conversación con los autores de la tradición en los que reconoce la presencia del infierno. El libro recorre todas las escalas del erotismo vinculado al proceso de la escritura y a las consideraciones de las postrimerías: arte y sexo son proyecciones del mismo yo cuya andadura se resuelve en el cierre de las expectativas genesiacas, y por fin en el silencio y la impotencia.
El camino hacia la obturación de la voz desembocó fatalmente en Los ojos de la metáfora, conjunto de lápidas donde se inscriben los estertores finales que apenas pueden verbalizar la desesperación, el estupor, la amargura sin adjetivos, la oclusión existencial. Los poemas, en molde de endecasílabos sin argamasa ―ni puntuación, ni conectores, ni apenas encabalgamientos―, evidencian la incapacidad razonadora de una mente que ya no puede salir al exterior y gira alrededor de su eje en una matraca de versolitos cuyos efectos baten en las sienes: «la invasión del sinántropo los dédalos / el zeúgma agresivo la sinécdoque / torvas las sinestesias en mi acecho / los rúnicos poemas amputados / y un saurio enloquecido bajo el cráneo / divisan la estrategia de la muerte / cercándome en el verbo morivir: / soy un verso que escribe su derrota».
Transcurridos los años de silencio, en que el poeta consigue restañar la brecha existencial en que anidaba el fracaso de su aventura de homo scriptor, publica Hacia la luz (1988), punto de inflexión en su trayectoria, tras el que se sucedieron los libros casi con atropello, remodelando el pesimismo agónico de Los ojos de la metáfora por vías complementarias: asunción de la finitud como manera de desactivar la fiebre de eternidad, apelación a una felicidad limitada al sosiego de los sentidos, consuelo del arte, figura del hijo, sabiduría de la experiencia, gozo del amor en las laderas descendentes de la edad. El afán de belleza es subsidiario del anhelo de serenidad contra las evidencias del dolor y los ayes del desamparo.
Un libro fundamental de este tramo es Reconstrucción de un diario, monólogo de la vida solitaria que rebota en el espejo de su escritura: la de un viejo caballero de otro tiempo que vive en los galpones de un castillo y registra en su diario la desolación amorosa y la inclinación elegiaca a los recuerdos. Un círculo más amplio muestra a un sujeto contemporáneo que recompone, como el título advierte, la historia encerrada en las páginas del diario.
Ya dentro de los cauces señalados, los libros siguientes marcan los hitos relativos a la recapitulación de la vida doliente en cuanto modo de reconocimiento (El himno en la elegía), interiorización de la aventura humana en una suerte de épica introspectiva (La epopeya interior) y descripción del camino misticista de la elevación (Por una elevada senda). Así hasta llegar a otro libro nuclear, Devastaciones, sueños (2005), que utiliza la antítesis del título para expresar la desembocadura de los hermosos ideales en un espacio de ruinas: «solamente el expolio y la guadaña / acechan el anhelo, profecías / de la desolación interminable / en que concluye todo paraíso». No ha lugar al engaño; sí a la capitulación, dulce por lo que implica de descanso. Respecto a él, La urdimbre luminosa (2007) explana la razón de una existencia que, pese a todos los pesares, ha sido al fin capaz de transmutarse en un texto alumbrado por la luz fría y hermosa de las constelaciones.
De estos libros salvó algunos poemas en un volumen que, en correspondencia con la primera parte de su obra reunida en Fragmentos de identidad, se titula Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004) (2009). Muchas obras habrían de aparecer todavía, dejando a un lado antologías o volúmenes recopilatorios en los que también hay nuevos materiales. Así pueden citarse Hijos de Homero (2010), La condición mortal (2010), La muerte universal (2013), Bajo el signo de Eros (2013), Lejos de toda furia (2015)... Delimitado ya su mundo, ese que vino a nacer tras su resurrección poética de 1998, estos libros hacen girar el tórculo para imprimir a sangre un dolor que siempre está ahí, como el buitre de Prometeo, pero que procura disolverse en contemplación, aceptación y arte.
Ángel L. Prieto de Paula
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