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domingo, 22 de marzo de 2015

Suicidas


Querida Marisa: 
Que haya o no otras vidas poco tiene que ver con decidirse a vivir o evitar esta existencia. Solo puedo responderte que
     1) No todos los nacidos sienten que la vida es un paraíso, sino que algunos la perciben como un infierno del que solo se escapan por el burladero de la muerte. Y, puesto que nacemos sin que nos pidan permiso para gozar de la existencia, nadie puede negárnoslo cuando el vivir se convierte en una tortura. Quiero decir que el suicidio es, para algunos, una eutanasia, y esta un derecho de la dignidad. 
     2) Lo mismo que a veces es preciso amputar un brazo para salvar la vida, en ocasiones resulta imprescindible amputar la propia vida para curar el dolor de la existencia. Cosas que podrían argumentar y defender -con el testimonio de sus vidas y sus muertes- Alfonsina Storni, Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath y tantos malheridos -Larra, Van Gogh, Hemingway...- por la condición mortal de la existencia, frente a la cual todos sufrimos una insufrible indefensión. Y no todos encuentran una razón vital, como Beethoven, para sobreponerse al suicidio. Incluso dícese que el mismo Freud eligió la inyección suicida -o eutanásica- para poner fin a sus días. ¿Y quién no se asombró de que Karel Svoboda, compositor de las músicas de Pinocho y la Abeja Maya, se suicidara? 
     3) El hombre no es las cosas que consigue, sino aquellas con las que sueña. Y a veces el incumplimiento de los sueños o la presencia de la enfermedad nos hacen soñar con la nada. Elegir esta no es un arrebato ni una irresponsabilidad, sino una consecuencia sicológica: un día muere un trozo de nosotros; otro día deja de latir otro fragmento de nuestro ser; poco a poco, arrinconados en nuestro laberinto, nuestro mundo deja de regirse por las leyes sicológicas de los demás; al fin, cargados y extenuados con el fardo de nuestro cadáver síquico, decidimos abandonarlo junto a nuestro cuerpo, que era lo único que fingía existir. 
     4) Como quiera que sea, parece preferible que el reloj biológico lo determine la propia voluntad y no la ajena, sea esta divina o humana, piadosa o justiciera. Por eso creo que el suicidio es la única pena de muerte aceptable: porque, más que una pena de muerte, resulta ser una muerte que mata la pena de vivir. Y porque es consecuencia de nuestra libertad, por muy determinada que esta esté por el sufrimiento. Ni la religión, ni la medicina, ni el humanitarismo mal entendido pueden cercenar la voluntad. En ocasiones, para sobrevivir -para extirpar el dolor- hay que matar la voluntad de vivir. Y cuánto dolor se necesita para conseguir que nuestra voluntad venza el instinto de supervivencia.