Katchaturiam: Adagio (de Espartaco)
Amar sin saber a quién y temer no alcanzar al ser amado: esa es la intrahistoria de tantos (y la de mi adolescencia).
En algunas personas ese amor y temor se convierten, con el tiempo, en una monstruosa soledad que solo se apacigüa al encontrar un rostro en quien depositar la energía erótica. Pero, también, transforma al amador en un verdugo temeroso de perder al ser que cree amar. Y la tortura lleva a la destrucción y la autodestrucción.
Esa es la historia que Ernesto Sábato nos relata en El Túnel, la primera y más breve de sus tres grandes novelas. La aventura terminal del pintor Juan Pablo Castel, quien ve en María Iribarne su otro yo complementario porque presta atención a un detalle de un determinado y determinante cuadro.
En El túnel creo que desembocan -sin que pueda hablarse de influencias, aunque sí de paralelismos síquicos- las lucubraciones de Otelo y demás celosos, junto a los delirios de Van Gogh y muchos personajes de Dostoiewski. De este le viene la tensión silogística del personaje, al pretender dominar las pasiones con una estricta lógica deforme que altera sus conclusiones.
Qué terrible la consideración de que el amor más poderoso que la muerte pueda transfigurarse en la locura y el asesinato.
Desgarradura es la de este viaje al fondo de la mente, preludio del más desaforado Informe sobre ciegos.
Imprescindible para quien pretenda conocer la aberración de los celos: que, contra lo que suele decirse, nada tienen que ver con el amor y no son más que la enferma manifestación de la autodesconfianza.
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