Todos tenemos un espacio interior que debemos llenar para sentir satisfechas nuestras vidas. Nuestras relaciones físicas -padres, hijos, amistades, músicas, libros... - se traducen en sentimientos con los que llenamos ese espacio.
Cuando desaparece uno de tales elementos nos desestabilizamos y es preciso sustituirlo por otro similar para que nuestra mente coordine bien nuestra personalidad. Pero ¿cómo sustituir a un hijo? ¿Cómo no entender que el hijo es más significativo que el marido, el hermano, el amigo, el amante... con el que tratamos de paliar la ausencia?
Igual ocurre con la amada, el amado. ¿Cómo evitar que la persona desaparecida nos siga doliendo en la sustituida, a pesar de todo y por mucho que aminore nuestro dolor?
El instinto de supervivencia nos empuja a continuar: quien ha sobrevivido a la pérdida -muerte, abandono...- se aferra a cuantos de su alrededor lo comprenden y, entre estos, a aquel que sintoniza más con él. Este, o esta, es consciente de que jamás logrará hacer olvidar al desaparecido; lo asimila y acepta ser un "noble sustituto", un receptor de afectos que no nacen de él ni van dirigidos realmente a él. Pero antes o después se duele de ser más un consuelo que un amor, un objeto que un sujeto. En ese instante puede convertirse en héroe solidario o en villano egoísta.
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