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sábado, 4 de febrero de 2012

Un poema de Miguel Ángel Curiel (Antología, XVIII)


EXTINCIÓN DE LA NIEVE



Comencé por atrás una historia, no por el final, sino por los bordes últimos de la nieve. Detrás de los muros esta duraba más.  A los pies del muro al otro lado había nieve que duraba muchos días. Alfombras sombrías de nieve. Al contrario que a los píes de los árboles. Allí círculos de calor donde la nieve apenas dura, pies templados, como nuestro aliento difumina el cansancio y lo empaña en los cristales. Es como si respirará un tiempo contra otro empañándose el mundo. Pero ya raras veces nevaba aquí abajo. Nieve que me quema los ojos. Cada vez había que subir a mayor altura a buscarla. A otros lugares y espacios inaccesibles todavía para las palabras. Al menos nadie había hablado jamás en voz alta en aquellos picos y macizos, y nadie habría corrompido el aire con su voz. Donde el hombre acude a depositar su locura y a veces las primeras nevadas sorprenden al tiempo acelerado, y todo se detiene para que podamos retroceder, o restituir la voz perdida en el mundo. ¿No se parece este interludio al momento en el que cubrimos con sábanas los muebles de la casa que vamos a dejar deshabitada mucho tiempo? Así todo queda a salvo del polvo, o de cualquier ruido o sonido limpio. Como cuando se rompía el instante por dentro por la simple fuerza del silencio, y la tensión del mundo, y las estrellas de hielo que nunca terminan de quemarse. ¿Y qué le hubiera deseado al ladrón sino la paz y unas semillas? Había dejado una carta al ladrón, y al haber entrado en esa historia por detrás, ya no me encontraría con el mundo, sino con un entramado, un poder corrupto, unas bocas llenas de lodo, ojos de fuego. ¿Podría haber silbado en esas nieves alguna melodía antigua que restituyera el equilibrio de lo perdido? Me disipé, simplemente se disipó todo lo que era.

Preferí morir de frío.

¿De qué hubieran servido allí arriba un discurso o una plegaria? Toda voz se habría roto contra las piedras.

Costras blancas de unas heridas invisibles.

Si yo fuera el paseante, el que sube hasta estas costras de nieve para quitarse la edad.

El sol a la espalda como una carga de paja, o de otra cosa que pudiera arder fácilmente sin dejar apenas ceniza 

Una carga de algo liviano. Diría entonces que me he cargado de luz.

Pero solo era eso, un ejercicio, una necesidad de movimiento, de llevar las palabras a donde no querían ir. Mientras tanto, de vez en cuando levantamos la cabeza para ver el mundo.

Todo lo que podía hacer era mirar sin forzar,

hablar sin decir, escribir sin resolver. Ya no tenía fuerzas más que para mí mismo, y mis ojos ya no buscaban, sólo guardaban espacios de nieve tras estos muros donde los árboles agitan su sombra desnuda.

Luciérnagas apagadas, cáscaras que crujen bajo mis pasos para convertirse en raíces de la niebla. 

¿Pero era yo el más indicado para ser el campanero, el pastor o el zahorí? ¿Era yo el dueño del eco?


                                                                                  © Miguel Ángel Curiel