EXTINCIÓN DE LA NIEVE
Comencé por
atrás una historia, no por el final, sino por los bordes últimos
de la nieve. Detrás de los muros esta duraba más. A los pies del muro al otro lado había nieve
que duraba muchos días. Alfombras sombrías de nieve. Al contrario que a los
píes de los árboles. Allí círculos de calor donde la nieve apenas dura, pies
templados, como nuestro aliento difumina el cansancio y lo empaña en los
cristales. Es como si respirará un tiempo contra otro empañándose el mundo.
Pero ya raras veces nevaba aquí abajo. Nieve que me quema los ojos. Cada vez
había que subir a mayor altura a buscarla. A otros lugares y espacios
inaccesibles todavía para las palabras. Al menos nadie había hablado jamás en
voz alta en aquellos picos y macizos, y nadie habría corrompido el aire con su
voz. Donde el hombre acude a depositar su locura y a veces las primeras nevadas
sorprenden al tiempo acelerado, y todo se detiene para que podamos retroceder,
o restituir la voz perdida en el mundo. ¿No se parece este interludio al
momento en el que cubrimos con sábanas los muebles de la casa que vamos a dejar
deshabitada mucho tiempo? Así todo queda a salvo del polvo, o de cualquier
ruido o sonido limpio. Como cuando se rompía el instante por dentro por la
simple fuerza del silencio, y la tensión del mundo, y las estrellas de hielo
que nunca terminan de quemarse. ¿Y qué le hubiera deseado al ladrón sino la paz
y unas semillas? Había dejado una carta al ladrón, y al haber entrado en esa
historia por detrás, ya no me encontraría con el mundo, sino con un entramado,
un poder corrupto, unas bocas llenas de lodo, ojos de fuego. ¿Podría haber
silbado en esas nieves alguna melodía antigua que restituyera el equilibrio de
lo perdido? Me disipé, simplemente se disipó todo lo que era.
Preferí morir de
frío.
¿De qué hubieran
servido allí arriba un discurso o una plegaria? Toda voz se habría roto contra
las piedras.
Costras blancas
de unas heridas invisibles.
Si yo fuera el
paseante, el que sube hasta estas costras de nieve para quitarse la edad.
El sol a la
espalda como una carga de paja, o de otra cosa que pudiera arder fácilmente sin
dejar apenas ceniza
Una carga de algo
liviano. Diría entonces que me he cargado de luz.
Pero solo era
eso, un ejercicio, una necesidad de movimiento, de llevar las palabras a donde
no querían ir. Mientras tanto, de vez en cuando levantamos la cabeza para ver
el mundo.
Todo lo que
podía hacer era mirar sin forzar,
hablar sin
decir, escribir sin resolver. Ya no tenía fuerzas más que para mí mismo, y mis
ojos ya no buscaban, sólo guardaban espacios de nieve tras estos muros donde
los árboles agitan su sombra desnuda.
Luciérnagas
apagadas, cáscaras que crujen bajo mis pasos para convertirse en raíces de la
niebla.
¿Pero era yo el
más indicado para ser el campanero, el pastor o el zahorí? ¿Era yo el dueño del
eco?
© Miguel Ángel Curiel