Podríamos decir que toda la historia del
pensamiento se reduce a descubrir si la vida merece vivirse. Y justo es
reconocer que hay una estirpe de humanos que siente con más intensidad que los
demás la tensión entre vida y muerte: la de aquellos que pretenden crear;
porque toda creación es un intento de oponer a la muerte otra vida: la
revocación de la destrucción. El artista -llamemos así a esos hombres y mujeres
comunes que no se conforman ni pueden ser solo seres comunes- precisa como
todos, pero más que nadie, encontrar verdades que tranquilicen su
autoinquisición de por qué nacer para morir; necesita continuas respuestas,
constantes verdades que apacigüen su conciencia, su condición mortal. A esas
verdades humanas, que constituyen mundos en los que sobrevivir, se llega por diferentes caminos.
Dícese que la Suma Teológica de Tomás de
Aquino contiene más de dos millones de palabras; en cambio, un soneto de Petrarca o de Lope no alcanza las 100. Telemann,
el más prolífico de los compositores, compuso unas 3.000 obras, lo que supone
cientos de horas de música; sin embargo, la obra completa de Anton Webern no llega a las cuatro horas.
Cervantes utiliza más de 13.000
palabras diferentes en su obra, y Shakespeare
unas 15.000. Borges, en cambio,
solía predicar que bastan unas pocas palabras para construir una gran obra
(claro que él no es analista de caracteres, sino creador de fábulas e iconos).
En definitiva: un mundo creado con
muchos o pocos átomos. Pero lo que importa no es el volumen, sino la densidad,
lo perdurable. Y ¿cuántas obras del ser humano tienen la suficiente densidad
como para hacer que sobren todas las demás? Difícil es añadir una a las ya
existentes. ¿Cómo atreverse, entonces, a publicar un solo verso sin considerarlo un delito, ya que
nuestras odas y elegías son nada más que euforias o lamentos, repeticiones de
otras odas y lamentos, si, además, tenemos en cuenta que mientras nos leen y
descubren nuestro desmerecimiento apartamos al lector de las verdaderas grandes
obras?