Lo
diré afablemente: confieso que mi sensibilidad no alcanza hasta el punto de
sentir como poesía la mayor parte de la que, como tal, se publica. Abro un
libro y me digo: ¿Pero qué es esto? Abro otro libro: ¿Qué es aquesto, vive
Dios? Tropiezo con palabras, no con hombres y mujeres cuyo sintiente corazón pensante ha
sido domeñado por la sensata razón del equilibrio.
Hay
poetas -y otras faunas de otras artes- que se atreven no solo a publicar sus
libros, sino a ostentar su nombre en ellos; deben de ser masoquistas, puesto que
se ofrendan públicamente al escarnio; o doctos en ignorancia; o hijos del
malentendido “lo importante es participar”... No diré sus nombres para no darles
gusto o disgusto. Me los callo para no publicitarlos, que es la razón de su
existencia: se esfuerzan en ser conocidos, no merecedores de reconocimiento; anhelan ser famosos,
no respetados; persiguen el aplauso, no el prestigio. Hacen de la pluma su mentidero en vez de su carné de identidad más responsable.
También
en arte, como en todo, el factor común de la humanidad es la mediocridad; y
cuanto más epidérmico y superfluo es lo que se dice, más se esboza el retrato de la
muchedumbre.
Y lo malo no es que cada uno disfrute su minuto de infame
famamundia: lo peor es que esos mismos encumbrados por las mayorías postergan a
los que defienden su minoría de uno frente a la alienación globalitaria.
En arte no hay democracia: hay individuo.