Anque
envueltos en el fatalismo, de nada nos sirve el llanto y de mucho la
resilencia. De ahí que haya que esforzarse en transformar en himno vitalista la
trágica elegía de la experiencia, puesto que siempre la vida empuja hacia la
muerte. ¿Qué sería de nosotros si no nos aferrásemos a la contemplación de un
afecto, o una divinidad por muy falsa que sea, al amor, al arte… Seamos
contumaces en la alegría, no en la tristeza. Recuperemos las palabras de Novalis en los Himnos: “¿Qué ser que vive, piensa y siente no ama, sobre todas las
maravillas, la luz…”. Creo que eso es lo que han hecho algunos grandes hombres.
Beethoven, cansado de luchar contra
el suicidio, anotó un día “A la alegría por el dolor” (fuente oculta del soneto
de José Hierro). Compuso una
“Fantasía coral para piano y orquesta”, y durante 20 años estuvo buscando con
el mismo tema de aquella un himno gigantesco y cósmico, un opus que lo redimiese:
finalmente edificó La Novena, la
acrópolis de la música. Y Shelley
escribió por las mismas fechas: “la canción más dulce nace de la tristeza”. La
pintura de Miguel Ángel, los
pentagramas de Wagner, las palabras
de Emerson … hacen que el hombre se
eleve por encima de sus penurias y agonías y las trascienda hasta alzarse sobre el
dolor -incluso burlen la muerte-. Son conceptos que se oponen al “dulce
lamentar” garcilasiano: por mucho que lo amemos, su oxímoron es una aberración
de los sentidos, cuyo placer estético solo se explica por una tradición
judeocristiana flagelatoria e inquisitiva; de ello dan cuenta la “tristeza,
pues tú eres mía, / déjame que yo sea tuyo” de Boscán, el Góngora de
“En llorar conviertan / mis ojos, de hoy más / el sabroso oficio / del dulce
mirar”, el tremendista
“daremos lo no venido / por pasado” de Manrique...
toda la tradición, como digo, que reclama el sufrimiento masoquista como óbolo
para cruzar hasta la dicha de ultratumba. Hay que desterrar la elegía
compulsiva y buscar el himno. Y no solo esperando, como A. Machado en “A un olmo seco”, que la naturaleza nos ayude, sino
esforzando nuestra naturaleza humana. Es verdad, o me lo parece, que solo desde
una consideración voluntarista es posible aceptar la totalidad de las “Odas
elementales” de Neruda: sin duda su
escritura obedece a un afán de no bañarnos en la sangre de la
herida, sino de regar con el agua que contiene toda sangre. Y por ahí es por
donde hay que empezar: afirmando serenamente la hibrys de la vida en vez de revolcarnos en el lodazal de la muerte
o en la injuria al Artífice Absoluto
que nos hace nacer para morir. De ningún modo estoy invocando el carpe diem, tan satisfactorio y tan
beleño, es cierto, pero que implica el desentendimiento del devenir y el olvido
de la entropía vivencial, sino el esfuerzo por ejercitar la siembra de la savia
que hay, a pesar de todo, en todo instante de vida, doliente o tortuosa. Propongo
esta divisa: “lucho para ser digno de mis sueños”.