A.- 1) La infancia
es el único ángel desterrado que revive el paraíso sin recordar su flamigerio.
Cuando salí de mi infancia me sentí hijo de la eternidad, padre de mi propia
muerte. 2) Ninguna mujer —sentida como concreción de la absoluta plenitud—
puede competir con la que, ya cadáver, jamás podrá decepcionar. 3) La muerte de
la amada —y de la infancia— significa la muerte del amor; es decir: de la vida.
He ahí por qué la existencia y la escritura giran alrededor de las
devastaciones y los sueños, del eros y del thanatos.
B.- Cuando Berlioz sepulta bajo una frase de su Sinfonía fantástica a su amada, le
estaba dando vida, en realidad. Cuando Wagner hace morir a Isolda, consigue
que el amor se inmortalice. Y cuando Schumann, después de oír entre los
pentagramas a los ángeles, se arroja levemente al Rhin, no buscaba suicidios,
sino vida. De igual modo, tampoco Mozart hablaba de la muerte en su Requiem, sino
del júbilo de atravesar la luz y ser la luz. Incluso el desdichado
Eróstratos destruyó la memoria de
una diosa para ser recordado y vivir sobre el
tiempo ejecutor de la existencia. ¡Tanta es la fuerza con la que el hombre ama
su identidad e intenta prolongarla! Eso sintieron Gauguin y Mary Shelley, y cuantos con pincel, pluma, instrumento, volcaron
su ansiedad en sus anhelos. ¿No hay más vida en la vida que esta vida?
C.- Sin divisa
amorosa o metafísica, el único dios que queda es el de la palabra, capaz de
engendrar una identidad justificativa de la propia existencia porque siempre el
amor —el ansia— inventa su criatura.
Sin embargo, a pesar de la concepción de la escritura como último reducto de la
sexualidad fecundadora, escribir es asumir la imposibilidad de hallar tal
identidad, ya que estamos sujetos a la atadura de las hordas literarias, que
imposibilitan la absoluta originalidad. Así, el infierno es también un
laberinto verbal en el que las palabras se yerguen como cruentos minotauros.
Por eso, cuando cierro los ojos solo veo la devastada forma de la luz.