¿Somos
idólatras de nosotros mismos, hay demasiados cadáveres encuadernados
que no saben ver la vida de la palabra acertada y cierta? Claro
está que “algo hay que hacer mientras la muerte llega”, dice un poema. Es
terrible saber que probablemente somos un cero a la izquierda en el presente y
en la Historia: que vamos a quedar como un error entre dos fechas inscritas en
la lápida final. Todos necesitamos sentirnos solidarios con el hombre, con los
hombres, y con la humanidad. Unos salvan vidas, otros descubren técnicas…;
otros no tenemos más que algunas palabras arrancadas de nuestra experiencia vital y lectora. Y
a ellas encomendamos nuestras preguntas y respuestas, nuestra identidad y
solidaridad con el hombre, nuestra breve salvación, impuesta por el instinto de
supervivencia. Aunque suele ocurrir que lo que pretendemos expresar está muy
lejos de ser expresado, lo que nos asfixia entre impotencias.
Lo
anterior supone una concepción fatalista del vivir. Pero El Bosco, Brueghel, Durero,
Schumann, Mussorgsky, Dostoiesky y Etc
hacen que mi exageración sea poco hiberbólica si digo que “el mundo es un
monstruoso ser ensimismado en su propio dolor”. Tanto que a veces hay que
luchar para no dejarse morir, como precisa Ángela Sevilla:
He aquí la heroicidad
que hace del hombre un dios:
saber que ha de morir y sin embargo
no dejarse
vencer por el suicidio.
A
tal existencialismo oponemos la racionalidad, la filosofía. ¿Y qué son las
filosofías -por ejemplo, las consolatorias de Epicuro, Séneca o Schopenhauer- sino un intento de calmar
la conciencia herida, el "dolorido sentir" de Garcilaso? Si la Historia muestra nuestra identidad de seres
sintientes y pensantes en continua lucha y autodepredación, la filosofía
pretende hacernos amigos de la vida aunque esta sea nuestro enemigo. Supone la
búsqueda -y todos estamos condenados a ello- de “una razón para seguir
viviendo”. Algunos, como he dicho, encuentran esa razón, o ese consuelo, en el
alejamiento del mundo y el adentramiento en el arte.