La epopeya interior supone una recapitulación de la poética del autor y una radical apuesta por la trascendencia. Aunque a primera vista el título pueda resultar elevado o pretencioso, es de lo más apropiado. Según diccionarios al uso, epopeya es un poema en el que se refieren hechos heroicos, históricos o legendarios. También significa acción realizada con dificultades y padecimientos. El autor ha pasado toda su vida reuniendo los pedazos dispersos de su identidad y ahora, que se ha hallado a sí mismo, considera oportuno referirnos su viaje interior, plagado de acontecimientos dolorosos, y resumirse en la serenidad, su nuevo hábitat, cuyo contenido es inapropiable e irrepresentable fuera del lenguaje analógico.
La primera parte del libro consta de un soneto a modo de exordio titulado “El cuerpo luminoso”, en el que el poeta le formula al cadáver de un ser querido las grandes preguntas acerca del otro lado.
En la segunda -“Vía cognitiva”- el autor narra, sin exhibicionismo ni retóricas, su odisea interior y su tránsito desde lo negro y estéril hasta el umbral luminoso del conocimiento. Quien escribe recuerda la definición heideggeriana: “el hombre es un ser hacia la muerte”, consciente de que la finitud es nuestro estigma y de que la muerte nos pone un camino hacia la intemperie: la claridad del día, su fulgencia, / inundan la mirada / y todo es armonía. Se iluminan / los dédalos del alma. La hermosura / del mundo me concede plenitud. / De repente, la lluvia apaga el fuego / del esplendor. Un viento me arrebata / y la fatalidad lleva mi nombre.
El poeta recuerda cuando entró errante en el territorio de la muerte para proclamar la vida: Hace tiempo, la muerte decidía / mi vida (...) Un día erguí mis manos hacia el sol / buscando claridad, / planté en mis ojos albas, desterré / la oscuridad, subí / hasta la tierra alegre / donde el hombre predica la esperanza.
La actitud activa y voluntarista del poeta ha de ir acompañada de ecuanimidad de ánimo, de serenidad: Derribo calabozos, alzo criptas, / oreo laberintos, pulo el cielo. / Una puerta secreta se ilumina / y descubro la suave transparencia / de la templanza.
El poeta confronta la serenidad de la madurez a la angustia y los afanes de los poemas escritos en su juventud (No existe el paraíso, pues el ansia / destruye cuanto sueña), que décadas después veremos metamorfosearse de la desolación como autocomprensión existencial a la gratitud como liberación de sí.
La poesía, esa provocación silenciosa y desesperada a veces de nuestro ser más exigente, triunfa sobre la muerte material, pero la escritura es un frágil palimpsesto / de la vida / que la conciencia ordena para su redención. El autor reniega de la escritura, que sólo le regaló desasosiego e incertidumbre, para abrazar la vida y el amor, aunque algunos poemas transmitan todavía cierta negatividad experimentada como carencia: Hijos del desasosiego / fueron todos mis escritos. / Ahora quisiera mirar / hacia la luz, sin palabras. // Yo soñaba paraísos / y se volvieron infiernos. / De los sueños y del fuego / nació lo que soy: dolor. // Pero dolor que se huye / hacia el amor, y que mira / fuera de sí, a la alegría; / y la reclama y la abraza / con esfuerzo, no con llanto.
En la tercera parte -“El otro amor”-, el poeta elogia la contemplación como verdadera fuente de conocimiento de la realidad, que no tiene nada que ver con lo real a lo que nos ha acostumbrado la cotidianidad. El lenguaje poético nos arroba como una revelación: melodiosos, los ojos ven, no inventan /su mirada; y el mundo nace puro / de sí mismo, sencillo, sin que el alma / lo forje a la medida de sus sueños.
Alcanzada la Amplitud, entiende el autor que las ansias y los anhelos tienen color de noche y que lo abismal se serena, se goza y se expande. Lo abierto se ilumina de una claridad sagrada, lo que él llama “serena sombra / que se ilumina desapasionada”. El poeta se vacía de sí mismo, se despoja de la subjetividad para atender a la contemplación y fundirse con la Naturaleza, causante de dolor y muerte, pero por encima de todo elemento genesíaco: Cuando contemplo el cielo / de púrpura y añil, / perfumado de estrellas / como un lago apacible, / siento un noble arrebato / que me alza al infinito. Percibe entonces lo que no se puede percibir, se enfrenta al límite e intuye en el misterio una certeza que le trasciende y anega, como en la mejor tradición mística, donde el contemplador se transforma en lo contemplado: Como una lava tibia, brota desde el venero / de la conciencia alzada hasta la infinitud. / Y el cosmos reverbera en los ojos su efigie.
Quisiera aclarar, por último, que esta forma de disolución sagrada no pertenece al ámbito reverencial de lo teológico, ya que para conocer a Dios se necesita un trabajo de raciocinio, y al poetizar desde la plenitud intuitiva y la turbación de los sentidos, se arriba a la proximidad de lo lejano donde se niega y se excede a Dios y a los dioses.
En estos tiempos de agitación desbocada, cuando el hombre, sometido a tantas urgencias cotidianas ha perdido la experiencia de lo sagrado, Antonio Gracia nos regala por la vía contemplativa un nuevo libro de celebración, despojado de retóricas, armónico y depurado hasta fertilizar la invisibilidad y alcanzar la transparencia.
José Luis Zerón Huguet
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