Mozart: Lacrimosa
¿Cómo llegaré a ti, cadáver mío?
¿Con qué palabras puedo despertarte
o con qué dulce música acunarte
para aliviar tu yermo escalofrío?
¿Qué silencio o qué voz puede llegarte
y desatar de nuevo tu albedrío?
¿O acaso estás en tan hermosa parte
que no quieres volver a este vacío?
¿No eres tú mismo? ¿Quién ha transformado
tus huesos y tu carne y tu conciencia
en tan breve momento dilatado?
¿Hay otra luz más bella en ese lado
que a los cuerpos les da la transparencia
con que siempre las almas han soñado?
Siempre la muerte ha estado espiándome para delatar mi ansia de vida y llevarme al otro lado. Desde muy infante sentía su presencia como un fiero animal agazapado y colérico. La muerte de Oniria y todos los anhelos sembró sus cementerios por todo mi horizonte.
Pero aquellos días no era la muerte metafísica la que picoteaba mis penumbras. Mi padre yacía en un hospital, alanceado por el bisturí y amarrado a la vida con tubos y otros abalorios. Todos estábamos absortos.
La telaraña de la muerte me dictó durante dos semanas poemas en los que descansaba mi tristeza y mi furia contra todos los dioses.
Aquella mañana, hacia las 5:30, escribí los versos arriba copiados como si ya hubiese ocurrido lo que iba a ocurrir unas horas más tarde: una sucesión de interrogaciones retóricas, no sé si dictadas por mi historial de muertes inconcretas o por mi contemplación de la realidad más inmediata.
Llegué al hospital y entré en su habitación. Le dije -y él no hablaba- que procurase sanar pronto porque teníamos que hablar de todas las cosas que habíamos callado durante años.
De repente tuve que llamar a la enfermera, y el médico me echó de la habitación mientras entraban una maquinaria, último presunto salvavidas.
Media hora después, yo daba un puñetazo en la pared, aunque pretendía noquear a algún Supremo Artífice.
El maltrecho poema, que no hace justicia a su nobleza, había sido premonitorio.