UN RATO CON DON QUIJOTE
Suele decirse que nunca segundas partes fueron buenas. No es así, como demuestran la Segunda Residencia en la tierra, de Neruda, o El padrino II, de Coppola, y, sobre todo, El Quijote de 1615 (aunque fue la tercera, teniendo en cuenta la apócrifa de Avellaneda).
400 años hace que Cervantes lo dio a la imprenta, y sigue vigente la historia del soñador de un mejor mundo que, aunque desengañado una y otra vez por la realidad cotidiana, no quiere admitir que, tal vez, el mundo no se merece soñadores.
Aunque es la aventura de los molinos de viento la que suele representar a Don Quijote, esta no es más que la representación del quijote humorístico, no la del noble hidalgo bienintencionado y redentor. Todavía Cervantes no había comprendido la grandeza de su personaje y solo buscaba burlarse de las novelas de caballerías. Pero si el lector acude a su primera intervención social –la aventura del joven obrero azotado por su empresario, capítulo IV, Parte Primera–, verá que es la generosa solidaridad la que mueve al héroe cervantino.
Sin embargo, Don Quijote, tras dar la libertad al joven con su lanza, se aleja creyendo que su buena intención ha cambiado el mundo. Su error consiste en creer que promulgando una ley sobre la bondad –su sentencia de que el empresario debe ser bueno con sus obreros– los hombres van a ser, sin más ni más, buenos. Y no es así. Los hombres –o muchos de ellos– prefieren ser malos si su maldad les lleva al triunfo, y reinciden si no temen un castigo acorde con su culpa.
Don Quijote no es consciente de su autoengaño: pero los partidos políticos sí. Y sus representantes también. Por eso no basta con promulgar leyes, sino que es necesario hacerlas cumplir inexcusablemente para desterrar la impunidad. No basta con quitar puntos del carné, sino que hay que quitar el coche a quien no respeta las leyes de tráfico; no basta con enviar de vacaciones a la nieve a quien ha delinquido para que el fuego de su castigo sea más llevadero; no basta con dedicar un rato de mala prensa a quien pudo ser presidente y, al parecer, solo lo fue de la sustracción a cuantos confiaron en él. Hace falta un Don Quijote que no crea que basta con avisar. Y es necesario que las sentencias no se queden en mera declaración de intenciones: que eso es lo que, al fin y al cabo, constituye el fracaso de Don Quijote: de la sociedad.