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miércoles, 13 de junio de 2012

Los modernos campos nazis (La péñola parlante, XV)


   El fracaso de la sociedad radica precisamente en aquello que tiene por un logro: el “estado de bienestar” aceptado como el enriquecimiento de unas pocas naciones y unos pocos individuos dentro de cada una de ellas; es decir: el triunfo del factor económico sobre cualquier otra consideración humana. En ese sentido, el “estado de bienestar”, entendido como una serie de privilegios confortables y no como una superación del malestar físico y emocional, es un estado de injusticia universal.
Que la sociedad ha cambiado lo demuestra el hecho de que el número de pobres se ha duplicado en el mundo durante las tres últimas décadas. 800 millones de personas pasan hambre, mientras 225 individuos suman con sus propiedades el 50% de la riqueza mundial. ¿Qué hacer ante esta y otras fechorías? Hoy la meta del poder es la misma de siempre: la conquista del poder. La política defensora del triunfo de las mayorías no ha podido evitar caer en la trampa del liderazgo de una minoría poderosa que se considera autosuficiente para determinar qué es lo suficiente para la mayoría. El dictador omnipotente ha sido derrocado y sustituido por una sociedad técnicamente poderosa y frágil de espíritu. Porque la democracia solo es -o todavía es- un intento de colectividad igualitaria, ya que la libertad también es, aún, un espejismo, un concepto que se manipula y que hace del votante un eco y no una voz. Incluso los socialismos se han capitalizado y son otro capitalismo en el que se poseen conciencias supuestamente liberadas, como antes se poseían hombres, glebas, esclavos. La sociedad sigue siendo un feudo en el que algunos dan lo mejor de sí a los otros porque creen que los otros no saben lo que quieren -y porque los utilizan en beneficio propio-.
      ¿Cómo convencer a un pueblo de que no debe conformarse con “pan y circo”, si sus líderes le han enseñado que eso es lo que debe querer? ¿Y cómo ennoblecer a unos políticos nacidos de tal ciudadanía? La alienación es la nueva forma de educación, y el desentendimiento de lo ajeno la nueva solidaridad. La Economía debería estar al servicio de los hombres, y no los hombres al servicio del dinero. Los múltiples terceros mundos actuales mantienen su tercermundismo porque los países ricos aumentan su riqueza al no solidarizarse económicamente con los pobres. Si hoy no somos todos iguales, en un mundo acaudalado como el nuestro, es por inconsciencia más que por mala conciencia. Hoy es posible alimentar a todos los habitantes de todas las naciones si algunas naciones así lo determinan. Pero los intereses creados no crean intereses altruistas. Además: el sentimiento de culpabilidad individual es tan grande que poner remedio es admitir la culpa; y, al no admitirla el ciudadano, los gobiernos se despreocupan porque no afecta a los votos. Así, la ayuda internacional sigue siendo, a la par que una remota esperanza, un espejo vergonzoso del hombre individual y colectivo.
     Caídos los dioses, ¿qué le queda al hombre sino este mundo de hombres? Y de este mundo, ¿qué, sino soñar con otro mejor? ¿Y cuándo pasará del sueño a la acción contra las pesadillas?