El fracaso de la
sociedad radica precisamente en aquello que tiene por un logro: el “estado
de bienestar” aceptado como el enriquecimiento de unas pocas naciones y unos
pocos individuos dentro de cada una de ellas; es decir: el triunfo del factor
económico sobre cualquier otra consideración humana. En ese sentido, el “estado
de bienestar”, entendido como una serie de privilegios confortables y no como
una superación del malestar físico y emocional, es un estado de
injusticia universal.
Que la sociedad ha cambiado lo demuestra el hecho de que el número de
pobres se ha duplicado en el mundo durante las tres últimas décadas. 800 millones de personas pasan hambre, mientras 225
individuos suman con sus propiedades el 50% de la riqueza mundial. ¿Qué hacer ante esta y otras fechorías? Hoy la meta
del poder es la misma de siempre: la conquista del poder. La política defensora
del triunfo de las mayorías no ha podido evitar caer en la trampa del liderazgo
de una minoría poderosa que se considera autosuficiente para determinar qué es
lo suficiente para la mayoría. El dictador omnipotente ha sido derrocado y
sustituido por una sociedad técnicamente poderosa y frágil de espíritu. Porque
la democracia solo es -o todavía es- un intento de colectividad igualitaria, ya
que la libertad también es, aún, un espejismo, un concepto que se manipula y
que hace del votante un eco y no una voz. Incluso los socialismos se han
capitalizado y son otro capitalismo en el que se poseen conciencias
supuestamente liberadas, como antes se poseían hombres, glebas, esclavos. La
sociedad sigue siendo un feudo en el que algunos dan lo mejor de sí a los otros
porque creen que los otros no saben lo que quieren -y porque los utilizan en
beneficio propio-.
¿Cómo convencer a un pueblo de que no
debe conformarse con “pan y circo”, si sus líderes le han enseñado que eso es lo
que debe querer? ¿Y cómo ennoblecer a unos políticos nacidos de tal ciudadanía?
La alienación es la nueva forma de educación, y el desentendimiento de lo ajeno
la nueva solidaridad. La Economía debería estar al servicio de los hombres, y
no los hombres al servicio del dinero. Los múltiples terceros mundos actuales
mantienen su tercermundismo porque los países ricos aumentan su riqueza al no
solidarizarse económicamente con los pobres. Si hoy no somos todos iguales, en
un mundo acaudalado como el nuestro, es por inconsciencia más que por mala
conciencia. Hoy es posible alimentar a todos los habitantes de todas las
naciones si algunas naciones así lo determinan. Pero los intereses creados no
crean intereses altruistas. Además: el sentimiento de culpabilidad individual
es tan grande que poner remedio es admitir la culpa; y, al no admitirla el
ciudadano, los gobiernos se despreocupan porque no afecta a los votos. Así, la
ayuda internacional sigue siendo, a la par que una remota esperanza, un espejo
vergonzoso del hombre individual y colectivo.
Caídos los dioses, ¿qué le queda al
hombre sino este mundo de hombres? Y de este mundo, ¿qué, sino soñar con otro
mejor? ¿Y cuándo pasará del sueño a la acción contra las pesadillas?