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viernes, 29 de junio de 2012

Luis Bagué Quílez: La muerte universal

Luis Bagué Quílez escribe sobre La muerte universal en el suplemento Arte y Letras del diario Información. También recoge dicho artículo en su blog 
Gracias.



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o     Arte y Letras
Memento hominem
En La muerte universal (Cosmoagonías), Antonio Gracia define un territorio poético traspasado de angustia existencial.
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Antonio Gracia. EFE/Bernardo Rodriguez
Antonio Gracia.
 POR LUIS BAGUÉ QUÍLEZ 


La nueva entrega de Antonio Gracia se presenta bajo el explícito rótulo de La muerte universal, y el no menos explícito subtítulo de Cosmoagonías. En efecto, el libro define un territorio poético traspasado de angustia existencial, pero que cristaliza en versos de tersa serenidad y de alta temperatura emotiva. La primera sección del volumen, El universo, propone una remozada teoría del big bang donde los laberintos estelares, las epifanías cuánticas y las galaxias ignotas metaforizan las inquietudes ontológicas del ser humano. La invención de dioses y quimeras, la indomeñable "fuerza del desaliento" y las preguntas a la esfinge de la naturaleza representan los intentos del hombre por suturar sus abismos interiores. Sin embargo, se trata de esfuerzos condenados de antemano al fracaso, aventuras ascensionales calcinadas por el deslumbramiento o voces que se disuelven en el eco del vacío. Esa liturgia astral, cuya vastedad expansiva remite al Canto cósmico de Ernesto Cardenal, se resume en La muerte universal, emblema de una lucha que tiene tanto de selección natural como de implacable resignación ante la evidencia de la caducidad: "Y antes de abandonarme al gran osario, / anoté, persiguiendo algún consuelo: / también / todo dolor desaparecerá".


Ese aquelarre de las fuerzas elementales se remansa en la entraña de la intimidad en el segundo apartado, El microcosmos. A lo largo de veintidós poemas sin título, el autor relata la epopeya de un individuo asomado al brocal de su finitud. La presencia obsesiva de la muerte no solo transforma la vida en una perpetua danza funeraria, y al sujeto en "presentes sucesiones de difunto", sino que contempla el mundo como un pudridero del que solo nos libra por momentos la oración de la carne. El lenguaje expresionista, los vislumbres visionarios y la iconografía táctil convocan la imagen de las postrimerías codificada en las pinturas barrocas de Valdés Leal: "Mira cómo el gran templo de tu vida, / resuelto ya en ceniza y podredumbre, / separa sangre y carne, hueso y alma". La oscura noticia que alienta en estos versos conduce a una sola posibilidad: certificar el acta de defunción de cuanto nos rodea, levantar "el cadáver / de la existencia".

La tercera sección, Autopsia, consta de un único poema que es al tiempo lección de anatomía, hoguera de vanidades y plegaria fraternal. El "hombre triste", deus occasionatus o demiurgo voluntarista, opone su afán de trascendencia a la pulsión destructiva que corrompe el sueño de la inmortalidad. La precaria oscilación entre acabamiento y permanencia protagoniza la última parte del libro, titulada Las ruinas de la luz. Antonio Gracia aspira a pactar aquí una tregua con el dolor. El arte y la escritura son las armas con las que el poeta se enfrenta a un destino inexorable, urdido con una caligrafía enigmática (El cíclope amanuense) o impreso en la piel del desengaño (Las ruinas de la luz). El homo scriptor toma la pluma para evocar paraísos perdidos, redactar poéticas maceradas en lo inefable o dar testimonio de epitafios sinópticos: "La pluma solo escribe ya epitafios. / La arrebatada música de Scriabin / y el cielo acongojado de Van Gogh / acompañan mi noche silenciosa". Mientras el universo fluye hacia un apocalipsis anunciado, la poesía de Antonio Gracia sigue cumpliendo una función lenitiva: guiarnos en la travesía hasta "el resplandor fugaz de un infinito / o el regreso final hacia la nada". 
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