Luis Bagué Quílez escribe sobre La muerte universal en el suplemento Arte y Letras del diario Información. También recoge dicho artículo en su blog
(Pulsar Página en construcción ).
Gracias.
Memento hominem
En La muerte universal (Cosmoagonías),
Antonio Gracia define un territorio poético traspasado de angustia existencial.
Antonio Gracia. EFE/Bernardo Rodriguez |
POR LUIS BAGUÉ QUÍLEZ
La nueva entrega de Antonio Gracia se presenta bajo el explícito rótulo de La
muerte universal, y el no menos explícito subtítulo de Cosmoagonías. En efecto,
el libro define un territorio poético traspasado de angustia existencial, pero
que cristaliza en versos de tersa serenidad y de alta temperatura emotiva. La
primera sección del volumen, El universo, propone una remozada teoría del big
bang donde los laberintos estelares, las epifanías cuánticas y las galaxias
ignotas metaforizan las inquietudes ontológicas del ser humano. La invención de
dioses y quimeras, la indomeñable "fuerza del desaliento" y las
preguntas a la esfinge de la naturaleza representan los intentos del hombre por
suturar sus abismos interiores. Sin embargo, se trata de esfuerzos condenados
de antemano al fracaso, aventuras ascensionales calcinadas por el
deslumbramiento o voces que se disuelven en el eco del vacío. Esa liturgia
astral, cuya vastedad expansiva remite al Canto cósmico de Ernesto Cardenal, se
resume en La muerte universal, emblema de una lucha que tiene tanto de
selección natural como de implacable resignación ante la evidencia de la
caducidad: "Y antes de abandonarme al gran osario, / anoté, persiguiendo
algún consuelo: / también / todo dolor desaparecerá".
Ese aquelarre de las fuerzas elementales se remansa en la entraña de la
intimidad en el segundo apartado, El microcosmos. A lo largo de veintidós
poemas sin título, el autor relata la epopeya de un individuo asomado al brocal
de su finitud. La presencia obsesiva de la muerte no solo transforma la vida en
una perpetua danza funeraria, y al sujeto en "presentes sucesiones de
difunto", sino que contempla el mundo como un pudridero del que solo nos
libra por momentos la oración de la carne. El lenguaje expresionista, los
vislumbres visionarios y la iconografía táctil convocan la imagen de las
postrimerías codificada en las pinturas barrocas de Valdés Leal: "Mira
cómo el gran templo de tu vida, / resuelto ya en ceniza y podredumbre, / separa
sangre y carne, hueso y alma". La oscura noticia que alienta en estos
versos conduce a una sola posibilidad: certificar el acta de defunción de
cuanto nos rodea, levantar "el cadáver / de la existencia".
La tercera sección, Autopsia, consta de un único poema que es al tiempo lección
de anatomía, hoguera de vanidades y plegaria fraternal. El "hombre
triste", deus occasionatus o demiurgo voluntarista, opone su afán de
trascendencia a la pulsión destructiva que corrompe el sueño de la
inmortalidad. La precaria oscilación entre acabamiento y permanencia
protagoniza la última parte del libro, titulada Las ruinas de la luz. Antonio
Gracia aspira a pactar aquí una tregua con el dolor. El arte y la escritura son
las armas con las que el poeta se enfrenta a un destino inexorable, urdido con
una caligrafía enigmática (El cíclope amanuense) o impreso en la piel del
desengaño (Las ruinas de la luz). El homo scriptor toma la pluma para evocar
paraísos perdidos, redactar poéticas maceradas en lo inefable o dar testimonio
de epitafios sinópticos: "La pluma solo escribe ya epitafios. / La
arrebatada música de Scriabin / y el cielo acongojado de Van Gogh / acompañan
mi noche silenciosa". Mientras el universo fluye hacia un apocalipsis
anunciado, la poesía de Antonio Gracia sigue cumpliendo una función lenitiva:
guiarnos en la travesía hasta "el resplandor fugaz de un infinito / o el
regreso final hacia la nada".
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