R. Strauss: Muerte y transfiguración
Toda la finalidad de la filosofía se
reduce a esta cuestión: descubrir si la vida merece o no vivirse. Eso escribió
Camus, y me parece uno de los grandes pensamientos de la Historia. Todo cuanto
pensamos, decidimos y hacemos se encamina hacia el hallazgo de nuestro
bienestar físico y síquico. Huimos del dolor y nos acercamos al placer porque
nuestros genes así nos lo determinan desde el instinto de supervivencia. Sin
embargo, no todos los nacidos sienten que la
vida es un paraíso, sino que algunos la perciben como un infierno del que solo
se escapan por el burladero de la muerte. Y, puesto que nacemos sin que nos
pidan permiso para gozar de la existencia, nadie puede negárnoslo cuando el
vivir se convierte en una tortura. Quiero decir que el suicidio es, para
algunos, una eutanasia, preventiva si se quiere, y esta un derecho de la
dignidad. Porque llega un momento en el que todos somos “el hombre más parecido
a la muerte”, según se dice en la película de Roger Corman Secreta invasión.
Que comprendamos o no la muerte de quien, en vez de
esperarla, la busca, no es cosa nuestra. Aceptar que hay cosas incomprensibles
es la única forma de comprender algunas cosas. Aunque no es difícil entender
que “la herida interior” es el peor cáncer, la más grave metástasis. Y lo mismo
que a veces es preciso amputar un brazo para salvar la vida, en ocasiones
resulta imprescindible amputar la propia vida para curar el dolor de vivir. Cosas que podrían argumentar y defender -con el testimonio de sus vidas
y sus muertes- Alfonsina Storni, Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Sylvia
Plath y tantos malheridos -Larra, Van Gogh,
Hemingway...- por la
condición mortal de la existencia, frente a la cual todos sufrimos una
insufrible indefensión. Y no todos encuentran una razón vital, como Beethoven,
para sobreponerse al suicidio. Incluso dícese que el mismo Freud eligió la
inyección suicida, o eutanásica, para poner fin a sus días. ¿Y quién no se
asombró de que Karel Svoboda, compositor de las músicas de Pinocho y la Abeja
Maya, se suicidara?
Hay quienes sufren su presente cotidiano en silencio y en espera del silencio
absoluto. La vida nos coloca a veces ante un callejón “sin más salida
que la de la muerte”, por citar a García Lorca. Porque si es cierto que
“mientras hay vida hay esperanza”, no lo es menos que la muerte es la última
esperanza del desesperanzado. Y no podemos culpar a quien decide despedirse definitivamente de sí mismo y de nosotros.
El hombre no es las cosas que
consigue, sino aquellas con las que sueña. Y a veces el incumplimiento de los
sueños y la hostigante presencia de la realidad nos hacen soñar con
la nada. Elegir esta no es un arrebato ni una irresponsabilidad, sino una
consecuencia sicológica: un día muere un trozo de nosotros; otro día deja de
latir otro fragmento de nuestro ser; poco a poco, arrinconados en nuestro
laberinto, nuestro mundo deja de regirse por las leyes síquicas de los demás;
al fin, cargados y extenuados con el fardo de nuestro cadáver, decidimos
abandonarlo junto a nuestro cuerpo, que era lo único que fingía existir. Como
quiera que sea, parece preferible que el reloj biológico lo determine la propia
voluntad y no la ajena, sea esta divina o humana, piadosa o justiciera. Por eso
creo que el suicidio es la única pena de muerte aceptable: porque, más que una
pena de muerte, resulta ser una muerte que mata la pena de vivir. Y porque es
consecuencia de nuestra libertad, por muy determinada que esta esté por el
sufrimiento. Ni la religión, ni la medicina, ni el humanitarismo mal entendido
pueden cercenar la voluntad. En ocasiones, para sobrevivir -para extirpar el
dolor- hay que matar la voluntad de vivir. Y cuánto dolor se necesita para
conseguir que nuestra voluntad venza el instinto de supervivencia.
No estoy haciendo un panegírico del suicida, sino tan solo tratando de hacer ver que llega un instante en el que nos quedamos solos ante el umbral. Y que nadie puede impedirnos cruzarlo.
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