Chaikosvki: Vals de las flores
El beso irrepetible
1.- Petrarca
escribe: Fluye la vida y nunca se
detiene (“La vita fugge, e non s` arresta un’ ora ...”), quizá porque, tan humanista él, sabía, como Heráclito, que Todo fluye y, por eso, nada
permanece, de donde se deduce, como primer motor del tempus fugit y del
carpe diem, que No te bañarás dos
veces en el mismo río. Amargura tan universalmente asumida que, en el otro
extremo de la cultura, Li Tai-Po
hace decir en “El adiós” de una mujer a su amado que Ningún río puede regresar a su fuente, / ninguna rosa puede volver al
rosal que la dejó caer.
¿Qué es lo que perdura en el pasado
que se hace presente cuanto más caminamos al futuro? ¿Qué levadura tiene el
tiempo ido que germina en el corazón humano su regreso? ¿Por qué Jorge Manrique no puede evitar escribir
que cualquier tiempo pasado fue mejor,
si el pasado es la ruina del presente para quien a él se aferra y se ciega al
horizonte de todos los mañanas? Acaso es que el hombre es un necrófilo del
tiempo y halla su identidad en lo que de él murió cuando vivía y no supo
apreciar, y la nostalgia es el perdón y es el castigo que a sí mismo se da
recreando lo que quiso vivir y ser, pero no fue. O acaso nuestra vida, en
realidad, es la memoria que forjamos de ella: y la inventamos cómo fue ya que
no podemos ser demiurgos de la que vivimos y soñamos vivir. Pues somos una
ruina. O tal vez es cierto que si cualquier tiempo pasado no fue el mejor, como
quisimos y queremos, sí lo es como inspiración elegíaca, como dolor presente nacido
de la ausencia, ya que se convierte en lenguaje que brota sin pausa como un soplo / de la magnificencia de la ruina (Jenaro Talens). La fascinación por
“la edad de oro” del pasado, cuyo arquetipo literario se incluye en “El
Quijote”, obligó a Petrarca a elevar a
categoría metafísica lo que Manrique haría tópico: Siempre he lamentado no haber nacido en otra edad; y he procurado
olvidar la presente, insertándome espiritualmente en otras (“Carta a los
venideros”). Pero Dante ya había
expresado que no existe mayor tristeza
que recordar el tiempo feliz en tiempos de miseria.
Comoquiera, recordar es un dolor y
es un amor, puesto que transfiguramos en materia propia lo que fue sustancia de
los otros y las cosas. Si, como defendía Parménides, Lo que es, es necesariamente, sin
duda la sustancia de ese ser es la de su constante mutabilidad, una energía
indeleble pero transformable. Recordar es vivir la utopía que no fue como si
hubiera sido. El recuerdo es la memoria de lo que quisimos que ocurriera. Y
duele y alimenta: hace soñar. Puesto que estamos hechos (Shakespeare:) de la misma
materia que los sueños: por lo que entrar en la memoria y resucitar en
ella nuestro yo como debió ser -no como se lo impidieron los dioses o los
hombres- es entrar en un sueño y vivirlo como una vida auténtica. Recordar es
amarse a sí mismo, besarse en ese otro cuya identidad tanto anhelamos. Cierto
que estamos diseñados para no creer nuestras mentiras mágicas y sí las de los
otros. Pero la mentira que hilvanamos sobre nuestro pretérito también vendrá el
tiempo a tejerla como una verdad en el presente, cuando recordemos. Y acaso
llegue la muerte a impedir reconocernos como piadosos embusteros metafísicos,
necesitados de la mentira como supervivencia. Quizá por eso el hombre escribe
sus memorias al margen de los historiadores, y hace literatura para inventar la
vida.
2.-
La recurrencia literaria que conocemos como ubi sunt? insiste en la
pregunta sobre nuestro pasado, para aproximarlo, reconocerlo, tal vez
reconstruirlo. Lo que aprendemos de ese lugar común de nuestra mente (y, por
eso, de la escritura) es que lo que ayer pasó no resucita, por más que lo
nostalgiemos, y que lo que quisimos que ocurriera y no ocurrió podemos hoy
convertirlo en realidad: que todo lo que poseemos es el presente, y debemos
defenderlo viviéndolo, no sacrificándolo a recuerdos o ensueños, aprendiendo
del pasado que el presente es el único tiempo en que existimos, pues ningún
futuro podrá sustituir lo que quisimos ser. Es en ese momento cuando surge el carpe diem, igualmente literario por vital, induciéndonos a disfrutar del
instante como si fuese el único o el último, porque siempre es el último y el
único cuya existencia no es una contingencia. Pues somos una ruina, ya lo he dicho.
Las más claras bellezas y el más vivo latido se afean y detiene su ritmo ante
la muerte o el sucederse de los días. Por eso el sol que brilla debiera ser
gozado en el instante: porque igualmente brillará mañana, mas quizá sin
nosotros. Y la conciencia de la fugacidad del tiempo de nuestra existencia
clama por apresar en el instante un trozo suculento del gozo de la vida que se
huye.
Cezanne
Tómame ahora que aún es temprano,
ahora que tengo la carne olorosa...
y los ojos limpios y la piel de rosa ...
Ahora que en mis labios repica la risa ...
Después, ¡Ah, yo sé
que nada de eso más tarde tendré!
Tómame ahora que aún es temprano ...
Hoy, y no más tarde, antes que anochezca
y se vuelva mustia la corona fresca ...
Oh amante, ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?
ahora que tengo la carne olorosa...
y los ojos limpios y la piel de rosa ...
Ahora que en mis labios repica la risa ...
Después, ¡Ah, yo sé
que nada de eso más tarde tendré!
Tómame ahora que aún es temprano ...
Hoy, y no más tarde, antes que anochezca
y se vuelva mustia la corona fresca ...
Oh amante, ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?
Pesa demasiado en la conciencia
colectiva literaria, por humana, el fatalismo que recoge Quevedo:
La vida
nunca para,
ni el tiempo vuelve atrás la anciana cara.
Nace el hombre sujeto a la fortuna,
y en naciendo comienza la jornada
desde la tierna cuna
a la tumba enlutada.
/ ... /
Sólo el necio mancebo,
que corona de flores la cabeza,
es el que solo empieza
siempre a vivir de nuevo.
ni el tiempo vuelve atrás la anciana cara.
Nace el hombre sujeto a la fortuna,
y en naciendo comienza la jornada
desde la tierna cuna
a la tumba enlutada.
/ ... /
Sólo el necio mancebo,
que corona de flores la cabeza,
es el que solo empieza
siempre a vivir de nuevo.
(Podría aquí aplicarse, como cuestionamiento del tiempo irrepetible, la
frase de Ortega: La juventud es la única edad que tiene derecho
a equivocarse. Aunque también el joven, como todos, tiene el deber de
acertar para no ser un “necio mancebo”).
Muchos han convertido el tema del Collige, virgo, rosas en un pánico terror dándole la vuelta y catecismando
que debe aprovecharse el presente para rezar (sufrir) por si la muerte nos
sorprende: como si gozar de la vida fuese un delito. Surgen, así, el vanitas
vanitatis, el memento mori, las Danzas de la muerte, el masoquismo del
dolor, la calavera y el reloj, el menosprecio y desprecio de la vida, el
terrorismo mental de una eclesiastidad creyente de divinidades sicopáticas
creadoras de un bienestar del cual acusan a quienes se deciden a gozarlo. De
ahí imprecaciones como esta: Oh tú, que
me estás mirando, / mira bien y vive bien, / que no sabes cómo, cuándo, / te
verás así también. / Todo para en sepultura. Pero, afortunadamente, frente
a la podedumbre del cuadro de Valdés
Leal, por ejemplo, siempre hay un Chant de la joie -de Honeger- que pregona y hace triunfar la
joie de vivre.
3.- Cada presente memorístico pretende recordar
su pasado adaptándolo a sus necesidades; pero por mucho que el pretérito sea
maleable a nuestros intereses siempre permanece vivo y reclama su existencia en
cada instante, así como el futuro solo es un cadáver de sueños al que
intentamos dar vida y nunca conseguimos revivir más que a retazos. Es mejor
reconocer que el pasado existe como nuestro padre, inalterable y no deforme, y
que el futuro es un hijo que no sabemos si tendremos. Amamos lo que perdemos por la única razón de que ya no podemos
alcanzarlo. Incluso, cuando ya no podemos conseguirlo, añoramos y deseamos lo
que despreciábamos. He regresado: pero ha desaparecido el lugar, escribía Carmel Cashels. Y no a otra cosa se refería sino a la
irrecuperabilidad como consecuencia de la mutación, del cambio constante de las
cosas. El universo, el cuerpo, la sensibilidad son rostros que se alteran en su
gesto con solo cambiar uno solo de sus rasgos, porque ese determina el cambio
de los otros, su orden o su caos, su equilibrio, su intensidad, su magia y
contingencia. Así, el tiempo altera cuanto se sujeta a su efecto, que es todo
cuanto hay debajo de la piel y sobre la epidermis. El infinito azar crea mundos
expansivos tan distintos de sí como idénticos en su diferenciación e
irrecuperabilidad. Por eso el carpe díem es la afirmación demostrativa de
quien conoce la naturaleza del hombre y de las cosas: Todo fluye, pues nada permanece. Sólo queda el recuerdo: y ya
digo que es nada más que la alteración de lo que se supone recordado. Hay que
vivir el beso, el tacto, el gozo en el instante en que son pura naturaleza y no
materia del recuerdo. Dejar para mañana lo que puede amarse hoy es nada más que
adelantar la muerte de mañana hasta la ausencia de vida en que el hoy se
convierte. De ahí la palpitación perenne del poemilla de Gracián: El tiempo es un
caballo / que triza los recuerdos, la esperanza. / Amémonos, Amada.
En el film de Nicholas Ray, “Jhonny Guitar”, se incluye
este diálogo -sobre el pasado, el presente y el futuro; sobre el tiempo
individual y el convivencial- entre Joan Crawford y Sterling Hayden :
- C: Hace cinco años una muchacha conoció a un hombre. No era un
dechado de virtudes, pero lo amaba. Quería casarse con él,
trabajar
con él, construir un
futuro.
- H : Hubieran vivido contentos y felices.
- C : No fue así. Se separaron. Él no quería sentirse atado para
siempre.
- H
: Entonces la muchacha hizo bien en no casarse.
- C : Aprovechó bien la
lección. Aprendió a no enamorarse de nadie...
Y ante la pregunta de Hayden (: ¿Qué pasaría si aquel hombre volviera?),
Joan Crawford contesta, imperturbable: Cuando un fuego se extingue solo quedan cenizas. Y es que, habiendo tanta
Roma, es una falacia eso de que Siempre
nos quedará París. Por mucho que el manriqueño Bogart lo predicase.