Brahms: Quinteto para clarinete y cuerda
Miguel
Hernández: el nombre del amor
“Solo una vez se ama; y es
al hijo”.
Itinerario.
Como
de una satanísima trinidad, tuvo Miguel Hernández que librarse de tres
esclavitudes: la eclesiástica, la política, la literaria. Hasta poco antes de
su muerte, Hernández sólo había ambicionado una cosa: salir de su terruño, ser
alguien; ser un nuevo rico de la poesía. Para ello posó de genio poético
surgido del analfabetismo; piropeó el eclesiastismo; y coqueteó con la política
cuando, habiendo huido del mundo catolicista, tropezó con el opuesto, que le
abría más amplios horizontes literarios. “Perito en lunas” es la obra de un
versificador con atributos poéticos que tiene mucha prisa en que le reconozcan
el talento que aún no ha demostrado. “El rayo que no cesa” es el libro de un
poeta que ha aprendido de muchos poetas y desemboca su decir en el decir de los
mejores. “Viento del pueblo” es la búsqueda del triunfo en otros espacios y
multitudes. Los tres libros son coyunturales, aprendizajes, nemotecnias
miméticas, caminos, pirotecnias unas veces y fuegos reales otras, aldabonazos
en la puerta del triunfo -lo que no impide que sintiera lo que en ellos decía
porque escritura y vida nunca van desparejas-. Se amarró a esas estéticas
porque eran, con retraso, las que le prometían el aplauso. Igual que escribió
“me libré de los templos”…, pudo escribir “me libré” de maestros y consignas.
Igual que escribió que se mentía a sí mismo en su etapa eclesiástica, pudo
escribir que se mentía en su etapa política. Finalmente debió de asumir a
Antonio Machado: “Líbrate mejor del verso / cuando te esclavice”. Me parece
innegable que solo fue verdaderamente él cuando -en la cárcel del cuerpo y los
barrotes, sitiado por las ausencias, desnudo ante la vida y encarado a la
muerte- el hecho de ser hombre se impuso al de poeta, como la sustancia ante la
cualidad, y todo lo demás era adventicio. Entonces renegó, voluntaria o
inconscientemente, de sus servilismos y sintió y escribió en libertad, guiado
por el corazón vital más que por el de la pluma -aunque esta, tantas veces
anacrónica, ya era sabia en biendecires-. Llega así al esencialismo universal del “Cancionero” y sus aledaños, que
constituyen su verdadero testamento humano y poético. Superó, en fin, el literaturismo: el
“Cancionero” es el fruto de una agónica toma de conciencia del hombre sufriente
en primera persona que universaliza su dolor hasta la segunda y la tercera: el
hombre universal.
Por
aquellos años Curzio Malaparte había publicado sus “Evasiones en la cárcel”. El
“Cancionero” constituye la evasión hacia adentro, el hallazgo de la libertad
interior: igual que un pájaro que engulle su prisión para ser libre, Hernández
fue dejando atrás los religiosismos litúrgicos y el ideologismo militar para
diluirse en una espiritualidad sin burocracias. Y la materia fue
transfigurándose en su mente y en su verso. Basta comparar la cruenta sacristía
de cristos románicos del primitivo poema “El nazareno”, trasunto de “La
pedrada” de Gabriel y Galán, con la ausencia de cristología posterior, y su
despreocupación final por el mundanal bullicio, para constatar una total fuga
del mundo, su disolución en trascendencia.
El Amor como
perpetuación.
Consustancial es al
hombre la búsqueda y hallazgo del rincón de la mente donde levita la paz que el
mito del edén ha despertado en la conciencia universal. Ese íntimo lugar lo llaman unos dios y otros lo llaman diosa,
todos amor, ausencia de dolor. En esa zona erótica caben tanto la sublimación
del trovador como la divinización del asceta. Iguales desasosiegos del júbilo
gozoso encarnan los éxtasis del corazón, presuntos en el “muero porque no muero” (Teresa de Cepeda, Juan de Yepes), la “muerte que das vida” (Luis de León) o
la “blanda muerte” de Celestina: todos son túneles que desembocan o trasiegan
el “Amor dulce” melibeico: más lejos, pero igualmente cerca en el concepto,
Shakespeare, por boca de Romeo, afirma la esencial contradicción del amor: “hiel que endulza y almíbar que amarga” (Acto I, 1ª), como harán
Quevedo o Lope. Nada sorprende que el amor “divino” sea sentido con la misma
desazón que el “humano”, porque son jánicos latidos de un mismo corazón. La
diferencia entre el amor “profano” y el “divino” estriba en que el primero
puede saciarse en el ser amado, la otra persona semejante a quien ama, y en el
segundo el amante se esquizofreniza en la proyección de sí mismo sin identidad
tangible. Esa creación del hombre utópico provoca la paranoia de un Tú supremo
que alcanza su frenesí en el misticismo y el trovadorismo.
Parece indudable que el interiorismo lírico de los
años de cárcel de Hernández está determinado, además de por la nerudización del
petrarquismo, por su tangencia con la mística. Aherrojado en la ausencia,
empujado hacia adentro de sí mismo, Hernández otea los paisajes mentales,
diluye los objetos, disuelve en sentimientos la libertad que ansía el cuerpo,
desmaterializa la materia carnal hasta una esencia próxima a la mística para
integrar de nuevo ese viaje interior en el cuerpo soñado, arrebatado. Enjaulado
el animal erótico que fue Miguel Hernández, sentiría en aquella soledad la
“mordedura / de una punta de seno duro y largo” y la “picuda y deslumbrante
pena” (“El rayo que no cesa”, soneto 4) de su ausencia. La lava sensual precisa
derramarse: y Hernández proyecta la concupiscencia del acto sexual al hecho
paternal, fructificando la energía amorosa en la materia grávida de la esposa y
el hijo. El interiorismo hernandiano es una introspección amorosa, un
“misticismo” sin divinización. El proceso es como la “ascesis”: el vacío
interior de quien todo lo ha perdido (“Ausencia en todo siento, / ausencia,
ausencia, ausencia”; “A mi lecho de ausente me echo como a una cruz”.
“Cancionero”, 29; “Orillas de tu vientre”) es semejante al de quien se ha
liberado de las pasiones: “Niega tus
deseos y hallarás lo que desea tu corazón”, afirma Juan de Yepes (“Avisos”,
15). Y el hueco abierto por esa renuncia se llena con sueños, recuerdos,
dioses, personas. La cárcel, al impedirle andar por los caminos del cuerpo,
hace volar a Hernández hacia adentro por los paisajes sin fronteras de la
esperanza. En el poderoso poema “Antes del odio” se reúnen las conclusiones de
las constantes y recurrencias de tantos autores que han creído en la salvación
por el amor y en el amor como redención. Desde que Dante se sobrevivió en
Beatriz, Petrarca en Laura, Rojas en Melibea, Cervantes inventando a Dulcinea,
Lope garcilaseando a tanta Dorotea, Quevedo en Lisi y besos convertido, Goethe
acosando a Margarita, Beethoven soñando con la Amada Lejana, Hölderlin
ensimismándose en Suzette, Schumann reciclándose en Clara, Wagner
trascendiéndose en Isolda, incluso Leonardo transfigurándose en Gioconda...
Esas mujeres, hechas de sueño y arte, fueron la panacea mental de sus
creadores. Y Miguel Hernández se inscribe, superándola al carnalizarla, en esa
tradición. No otra cosa respiran -a través del Quevedo de “Amor más poderoso
que la muerte”-, devolviendo la temática a su origen, muchos de sus últimos
poemas.
De Quevedo procede
la eternificación del amor como esencial y pura biología: si en éste el amor ha
ardido en las “medulas”, en Hernández hay
“una revolución dentro de un hueso” (“El rayo que no cesa”, 20), y si aquél
sigue enamorado en su muerte, es decir, si Quevedo siente que será una ceniza
sintiente, una muerte enamorada, Hernández no perdona “a la muerte enamorada”,
esto es, al amor que perdura en la muerte o tras ella. He aquí algunas
expresiones del gran misógino a su pesar (porque, enamorado del amor, odia el
ser -la mujer- que no entraña la estatura erótica que ansía): “La llama de mi amor /.../ ni mengua en
sombras ni se ve eclipsada”, “Llama que a la inmortal vida trasciende, / ni
teme con el cuerpo sepultura, / ni el tiempo la marchita ni la ofende”, “Señas
me da mi ardor de fuego eterno”, “Y siempre en el sepulcro estaré ardiendo”...
Afirmaciones que tienen ilustres valedores: en Lope, porque “Amor que todo es alma será eterno” (“La Dorotea”, V), y en
Carrillo y Sotomayor, pues los efectos del amor, como “hijos del alma son, son inmortales” (“Hambriento desear...”).
Ya Garcilaso había anhelosamente escrito que iría hasta Isabel, puesto que
“muerte, prisión no pueden, ni embarazos, / quitarme de ir a veros, como
quiera, / desnudo espíritu u hombre en carne y hueso” (soneto IV).
La ceniza sintiente -el
“polvo enamorado”- engendra el “polvo liviano” de “los enamorados y unidos hasta siempre” que “aventados se vieron,
/ pero siempre abrazados” (“Vals”), como en la “Balada” de Gil-Albert será
“polvo amoroso”. “Hasta siempre” porque la boca amante ya es una boca inmensa y
succionante (como “La dulce boca que a gustar convida / un humor entre perlas
destilado”, del otro cortesano
nemoroso que fue Góngora), y ya su amor es un “beso que viene rodando / desde el primer cementerio / hasta los
últimos astros” (“La boca”). Pues si un hombre es todos los hombres, como en un
punto del universo se concentra todo el universo (así lo quieren Galileo, Blake
y Borges, por ejemplo), una boca es todas las bocas y un beso todos los besos.
El amor es, de este modo, una energía renovándose, indestructibilizándose, reviviéndose
en cada pareja, como un ejército de amantes que avanza desde la prehistoria
hasta el futuro. Por eso, cuando “he
poblado tu vientre de amor y sementera, / he prolongado el eco de sangre a que
respondo” (“Canción del esposo...”).
Reconstrucción
del amor.
Arraigadamente perdura entre los coetáneos
hernandianos la negatividad amorosa, consecuencia de una prevaricación del
erotismo: la Belleza provoca una invasión de los sentidos que sumerge al
sentidor en ansias de inacababilidad del sentimiento sensitivizado. Tal
detenimiento y apropiamiento del instante y tal dulce agresión rememoran el
“locus amoenus” más entreverado en el inconsciente individual y colectivo: el
paraíso edénico, el gozo de la paz ilimitada e indesaparecible. Adquiere -y lo
ambiciona- el rostro de la intemporalidad y la divinidad. No es extraño que Juan Ramón Jiménez.
sinonimizase la Belleza con un dios deseado y deseante, en intercambio mutuo de
jubilosa identidad y posesión. La belleza física es sinestésica de la emoción
síquica, y ambas despiertan la voluptuosidad de cuerpo y alma, del juglar y del
místico. Así, Dámaso Alonso sonetiza una “Oración por la belleza de una
muchacha” y plantea la dicotomía -el dilema- mortalidad, inmortalidad
(carnalidad, espiritualidad): “Mortal belleza eternidad reclama. / ¡Dale la
eternidad que le has negado!”. Es la
misma perentoria necesidad trascendentalizadora, y de la estirpe quevedesca
arriba recordada, de A. Machado cuando pregunta en sus “Soledades”: “¿Y ha de
morir contigo el mundo mago /.../ Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan
para el polvo y para el viento?”. La
contemplación de la hermosura inspira a Alonso un pálpito que desea inacabable.
Y quizá por la dolorosa decepción ante la imposibilidad de tal deseo es por lo
que su concepción del erotismo carnal (precisamente porque lo siente como
antagonista del erotismo místico) se estanca en una “Oscura noticia” del amor,
puesto que lo continúa entendiendo como “monstruo fugaz, espanto de mi vida, /
rayo sin luz.../ amor, amor, principio de la muerte” (“Amor”). Similar
expresión hay en G. Lorca: “Amor de mis entrañas, viva muerte”
(“El poeta pide a su amor que le escriba”). También Cernuda, por los
distintos caminos de “Los placeres prohibidos”, llega al mismo punto de
tragedia: “Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman...”. Y
Salinas: “Amor, amor, catástrofe. / Vamos, / a fuerza de besar, / inventando
las ruinas / del mundo, / por entre el gran
fracaso...” (“La voz a ti debida”). La personalidad regeneradora de
Hernández y su diferente resolución del tema erótico se constatan al
contrastarlo con Aleixandre, quien en “Unidad en ella” permanece, inserto entre
los “topoi” conceptuales, en la claustrofobia trovadórica del amor como
autodestrucción: “Muero porque me arrojo, porque quiero morir... / quiero amor
o la muerte, /quiero ser tú”. Ese “tú” aleixandrino es aún muerte, no vida, no
es la renovación, sino la contumacia del dolor del desamor entendido como amor
(entendimiento que tanto ha maculado la conciencia de la cultura occidental, y
que aún persiste en “El rayo”).
Contrariamente a ese
fatalismo ancestral, me parece “Antes del odio” uno de los textos más
esperanzados -más vivos- de cuantos se hayan escrito: un hombre encarcelado
descree de la cárcel y afirma la libertad como su identidad. En esa cárcel
física, y “roto casi el navío” de la
vida, Hernández sentiría como propia la clara voz luisiana: “Un día puro, alegre, libre quiero”, parece respirar
palimpsésticamente bajo el verso “alto, alegre, libre soy”. La sustancia amorosa le hace sentirse parte sustancial del
amor (la tesis de Quevedo; no en vano Machado recuerda presocráticamente, en “Rosa de fuego”: “Tejidos sois de primavera, amantes, / de tierra y agua y viento y
sol tejidos”), concebido como un todo del que la amada es la otra parte. De
modo que, al estar el todo en cada parte, en cada parte (más allá de los
sofismas eleáticos, porque en la mente, tanto o más que en el universo
expansivo, caben la materia y la antimateria) está el todo: Hernández es un ser
libre porque la amada es libre: “en
tus brazos donde late / la libertad de los dos”. Y por eso, la risa del hijo,
fruto del amor, mantenedor y levitante de sus atributos, “hace libre” y
“arranca cárcel” a Hernández, y el
planto alegre de las “Nanas” ya no es una jaculatoria sonriente y desgarrada,
sino una densa metafísica. Y por lo mismo igualmente, quien dijera “Para qué
quiero la luz / si tropiezo con
tinieblas” (“Guerra”), concluye que hay “un
rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida” (“Eterna sombra”). Sólo por amor. Admirable victoria
sobre sí mismo de quien se había asediado en el pozo de amargura que es el
“Cancionero”.
Así, el “polvo
enamorado” vencedor de la muerte
engendra una “muerte reducida a
besos” (“La boca”): la muerte es otro amor esperando ser resucitado en otras
bocas de otros cuerpos de otros amantes de otros tiempos; y siempre:
“Proyectamos los cuerpos más allá de la vida / y la muerte ha quedado, con los
dos, fecundada” (“Muerte nupcial”); “Te quiero en tu ascendencia / y en cuanto
de tu vientre descenderá mañana” (“Hijo de la luz y de la sombra”). En cada
pareja coexiste y se revive la humanidad. En cada beso resucitan y se suman,
además de las bocas -los labios besadores- de los amantes, todos los besos de
cuantos han amado, como una bola de nieve rodando por la historia y
engarzándola, como un ejército de salvación por el amor, como una carta que el
hijo interminablemente reescribe y refunde con su vida heredada y legadora: la
esperanza. El “Beso soy” con que comienza “Antes del odio” ya es un gigantesco
beso cósmico. La abstracción independentista del beso (“Ayer te besé en los labios /...Hoy estoy besando un beso” -“La voz
a ti debida”-) de Salinas ha tejido su fruto. Por ese beso, amor purificado en
puro amor, el mismo Salinas podrá decir: “Por
ti creo / en la resurrección, más que en la muerte” (“Largo lamento”). Al fin y
al cabo, la sabiduría del pueblo ya lo había descubierto: en el anónimo romance
de “El enamorado y la muerte” aquel, queriendo mitigar esta, busca a su amada y
le dice: “la Muerte me está buscando,
/ junto a ti vida sería”. Es decir: que la amada, porque es la concreción del
Amor (y éste es más poderoso que la muerte), puede convertir la muerte en vida.
La inextinguibilidad del amor forma parte de
la conciencia universal. Tolstoi escribe en “Infancia, adolescencia, juventud”:
“Sé que mi alma existirá siempre porque este amor tan intenso no habría nacido
si hubiera de cesar alguna vez”. Y Unamuno: “Tú no puedes morir aunque me
muera; / tú eres, Teresa, mi parte inmortal. /.../ Es que viviste en mí / y así
entraste en la edad del corazón” (“Teresa”, 48). Sobre la identificación de los
enamorados baste recordar el “Tristán” wagneriano (tal vez el mayor hito
amoroso, porque la música es la única poesía capaz de verbalizar la
inefabilidad), en el que los amantes se definen con el nombre -la sustancia-
del otro, transustanciándose las identidades: Dice Tristán: “Yo soy Isolda, ya nunca más Tristán”. Isolda dice: “Yo soy
Tristán, nunca ya más Isolda” (II,
3ª). Incluso el misántropo Beethoven, en una carta “A la Amada Inmortal”,
escribe ejemplificando esa dualidad unificatoria universal: “Amor mío, mi todo, mi yo”. Y antes, Juan de Yepes: “Amada en el
amado transformada” (“Noche oscura”). Y después, Aleixandre: “Quiero ser tú”
(“Unidad en ella”). (Qué lejos el Rimbaud de “Yo es otro”, que implica la
muerte de la propia identidad, no la asunción de la del otro por amor y
absoluta cohabitación).
Pero ese universalismo del amor inmortal y solidario
no menoscaba la originalidad hernandiana: es Hernández (con el magisterio
inmediato del genesíaco Neruda) quien se evade del trovadorismo para incrustar
en él la vida, quien concreta en una mujer hecha de carne y hueso la abstracción
de la amada, quien confía en el hijo la permanencia del amor. Ama a la mujer,
no sólo su intelección sublimatoria. Ama la realidad cotidiana a pesar del
desengaño quevedesco. Se libera del paradisíaco infierno artificial en el que
se amamantó. Se sobrepone, con su humanización, a toda una legislación
literaria sobre el amor promulgado como dolor, lamento, automoribundia, que en
su propio verso se verbalizaba como “pena”. Se sobrepone a la cadena
existencial que cosmogonizó el amor como un “planto”, ya que nacer era empezar
a morir, porque la vida tenía su cuna en la sepultura. Se sobrepone a la
concepción del amor como una parafernalia luctuosa, premisa necesaria para
constituirse en energía poética. Se libera de la “pena” trabajada y recreada con
tanto ingenio, masoquismo -y contumacia- por Manrique (“el placer en que hay
dolor”), Melibea (“agradable llaga”), Herrera (“la dulce perdición”), Yepes
(“regalada llaga”), Lope (“divino basilisco”), Góngora (“Ángel fieramente
humano” que destila “dulcísimo veneno”), Quevedo (“herida que duele y no se
siente”), Villamediana (“lisonjera pena”, “alivio que castiga”), Gerardo Lobo
(“mezclar fúnebre queja y dulce canto”)... hasta categorizarse -la pena
amorosa- como existencialismo en Meléndez Valdés (“Doquiera vuelvo los nublados
ojos / nada miro, nada hallo que me cause / sino agudo dolor y tedio amargo / y
este fastidio universal que encuentra / en todo el corazón perenne causa) y que
aún recoge Pérez de Ayala cuando, ante una “Amada muerta”, se dice a sí mismo:
“¿A qué buscar sentido al universo / y perseguir vereda si ando a oscuras?”.
Premonición, refundición y deformación esos ejemplos del “dolorido sentir” de
Garcilaso. A todos se sobrepone Hernández cuando siente a la mujer como un arco
desde el que lanzar como una flecha al hijo y con él el “beso soy”, el anagrama
del amor (más poderoso que la muerte) en que se ha convertido.
El hijo como
reencarnación.
Para
Hernández cada hombre es una gota en el manar continuo, y es inmortal porque
siempre habrá un hombre vivo en el flujo de la vida. La madre es un útero que
reintegra la existencia desde el útero cósmico, como la esposa es, sobre todo,
la mujer dispuesta para la maternidad; y el hijo es la prolongación y
constatación del devenir del río vivífico. La vida -el amor- es un “Beso que
viene rodando / desde el principio del mundo... / beso que va al porvenir” (“El
último rincón”). Por eso -porque el beso es el cónclave de la humanidad-,
“besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, / se besan los primeros
pobladores del mundo”; y, por lo mismo, “seguiremos besándonos en el hijo
profundo”: el hijo es engendrado, por lo tanto, también por todos los hombres
agrupados en un hombre, todas las mujeres resurrectas en una mujer. Semejantes
palabras utiliza Borges hablando “Al hijo”: “No soy yo quien te engendra. Son
los muertos. / Siento su multitud. Somos nosotros / y, entre nosotros, tú y los
venideros / hijos que has de engendrar... / Soy esos otros / también”. De esta manera, la vida nunca muere,
y lo emblemático de la existencia, lo que potencia su creación, su recreación
constante, que es el amor, es imperecedero. La intuición hernandiana consiste
en que, si en un instante se concentra la totalidad del tiempo y en un solo
lugar se hace ubicuo el espacio, toda la humanidad corporal y temporal se da
cita, a través de los cuerpos de los amantes y en el momento de la fecundación,
en “el rincón de tu vientre, / el callejón de tu carne” (“El último rincón”),
para regenerarse todo ello en el hijo: tiempo, espacio, hombre, mujer, vida,
amor, energía fluyente. El éxtasis de la carne engendra la contemplación y
advenimiento del hijo. La cópula es la vía unitiva entre pasado, presente y
futuro, la comunión y solidaridad de todos los hombres. El acto amoroso-sexual (Neruda: “Mi cuerpo de
labriego salvaje te socava / y hace brotar al hijo del fondo de la tierra”. “20
Poemas”, 1) se convierte en un acto creador semejante al de Dios, puesto que
crea desde la nada el hombre al fundirse con la mujer: y así, el amor es lo más
divino de los hombres, lo más humano de los dioses en que se convierten el
hombre y la mujer en el instante de la fecundación: “Pero no moriremos... /
Somos plena simiente. / Y la muerte ha quedado con los dos fecundada” (“Muerte
nupcial”). Espiritualidad y carnalidad son interdependientes. ¿No viene a ser
una transcripción del “Amada en el amado transformada” la afirmación “Cuanto
más se miraban más se hallaban: más hondos / se veían, más en uno fundidos”?
(“Muerte nupcial”). Si es así, la cópula es el éxtasis (“¡Qué absoluto
portento! / ¡Qué total fue la dicha de mirarse abrazados!”) que proporciona la
visión contemplativa de la fe en el hombre: el hijo, la vida que renace y
perpetúa, el único amor más poderoso que la muerte (“Porvenir de mis huesos / y
de mi amor”, dicen las “Nanas”). Lejos de la tradición inculpatoria de la
sexualidad, el sexo alumbrador viene a ser la culminación de la redención por
el amor, la auténtica transustanciación: la contemplación del hijo, síntesis
sinóptica de la existencia, es para Hernández como la visión de Dios para el
místico. En “Vida solar”, al hijo, “fruto del cegador acoplamiento”, exhorta
como un ruego imperativo y redentor: “Ilumina el abismo donde lloro./ Fúndete
con la sombra que atesoro / hasta que en transparencias te consumas”: no es
sólo el espíritu, sino la carne unitiva la que origina la continuidad de la
existencia, la salvación de la individualidad en la perennidad filial: el hijo
es como un advenimiento, la total palingenesia: y por eso duele más su muerte,
porque no muere sólo el hijo, sino de nuevo el padre en él: “Se hundió en la
noche el niño que quise ser dos
veces” (“El niño de la noche”).
Homo est
clausura mirabilium Dei, escribió una de las mujeres más admirables de la
historia de la música, Hildegard von Bigen. Si desprendemos esa afirmación de
su eclesiastidad y miramos alrededor, hallamos que todas las culturas sostienen
como esencia humana su afán de trascendencia. El alma -la mente- es un error
-no un milagro- de la materia desde el instante en que el hombre es el único animal quaerens, puesto que la materia
no pregunta, solo es. Eso lo convierte en homo
rationale, homo sapiens. Desde el Homo
homini deus est de la Antigüedad al homo
homini lupus est de Hobbes (según la expresión de Plauto) hay todo un viaje
en busca de inmortalidad y toda una toma de conciencia del fracaso. Esa
búsqueda de metafísica se encuentra en “La odisea”, “Gilgamesh” y “Popol Vuh”
tanto como en la Biblia. Hernández, en un proceso de reducción típico de un ser
primario como él, encuentra su talismán redentor en la naturaleza inmediata: el
hijo. El hijo hernandiano es un símbolo de liberación y perpetuidad:
irrefutable es que moriremos, puesto que todo muere. Y esa certeza cartesiana
nos conduce a otra: que es de necios perder un solo instante pensando en que
hallaremos otra en la que exista lo que en esta no encontramos. Hernández,
encarcelado en un cuerpo hacia la muerte, ajeno a cualquier divinidad,
encuentra en el hijo la prolongación de su existencia. Esa es su única e inmediata
metafísica.
Digresión.
Su
preocupación por la niñez no se reduce a la del propio hijo. El mundo de la
infancia es un tema entrañable para Hernández: si leemos “Mi vaquerillo”, de
Gabriel y Galán -poema en el que Hernández se sentiría retratado como adolescente
cabrero-, y en seguida “El niño yuntero”, actualización de aquel, observamos el
avance en el retrato del niño inmerso en la indefensión -herencia de los
infantes de Dickens- y la nueva perspectiva del autor ante el objeto de su
escritura. Dice el amo en el texto de Gabriel y Galán: “He dormido esta noche en el monte / con el niño que cuida mis vacas...
/ y en las horas de más honda calma / me habló la conciencia / muy duras
palabras... / A tu madre, a la noche, le dices... / que te quiero aumentar la
soldada”. Como vemos, el poeta extremeño siente piedad y acaba
decidiéndose por la caridad en la servidumbre, fiel a la diferencia de clases.
En cambio, Hernández toca la aldaba del corazón para llamar a la justicia y la
solidaridad. En ambos poemas vibra la ternura para atrapar al lector y dejarlo
indefenso ante una posible propuesta; pero frente al sentimiento inmóvil de “Mi
vaquerillo”, destaca en “El niño yuntero” la emoción conmovedora para que la
justicia mueva el mundo: “Carne de
yugo, ha nacido... / con el cuello perseguido / por el yugo para el cuello... /
¿Quién salvará a este chiquillo / menor que un grano de avena?”
Hernández ha visto en el poema de Gabriel y Galán un viento inerte del pueblo
que él quiere orientar para liberarlo, dando un paso adelante en la creación
poética: no le basta escribir un documento lírico que constate un hecho
cotidiano, sino que aporte su solución sin perder el lirismo por caer en lo
panfletario: y aprovecha la mencionada indefensión del lector ante la emoción
lírica para pasar de la poesía pasiva a la poesía activa, al poema actante. De
modo que el vaquerillo hernandiano es hijo de un mundo que puede y debe ser
cambiado al presentar el autor la enfermedad y su medicina. Así, el poema es al
mismo tiempo una elegía por un niño y un himno por un mundo posible si lo
hacemos entre todos. No parece haber nacido ese sentimiento fraternal -y
paternal- de ninguna consigna partidista, sino de la bondad natural del hombre,
que siempre acaba por surgir. Es decir: que el tema no está puesto al servicio
de la consigna, sino esta al servicio del tema. ¿Y por qué no querer para la
propia carne lo que quiere para los demás infantes? ¿No irradia de este poema
el germen de la conciencia de cuanto he dicho sobre el hijo?
Trascendencia.
Construye Hernández otra historia de amor: la
natural, después de atravesar los laberintos de los trovadores y los místicos.
Abre una mirada a otros autores que se inscriben en ese nuevo flujo conceptual
en el que una mujer y un hombre son dos seres humanos y las palabras tienen
menos tinta de verso que sangre cotidiana, sin abandonar por eso la poesía.
Ángel González ya no quiere ser el sufriente propietario de una dama inefable
ni el feudal hacedor de la amada sublime, sino el compartidor de la realidad
más próxima a la piel: “Si yo fuese
Dios / y tuviese el secreto, / haría / un ser exacto a ti... / Existes. Creo en
ti. Eres. Me basta.” (“Me basta así”). Lejana queda la Guiomar machadiana,
todavía semblanza de la “midoms” provenzal. Si es cierto que “no prueba nada, /
contra el amor, que la amada / no haya existido jamás”, sí prueba sobre la
verdadera sustancia amorosa que la amada existe y da amor sin que el hombre
poeta haya de inventarlo como una vida que quisiera no tener que inventar. “Oh
carne, carne mía, mujer que amé y perdí, / a ti en esta hora húmeda evoco y
hago canto”, había dictado Neruda en la “Canción desesperada”. Y es en esa
corporalización del sueño inmaterial, en esa hernandización del nerudismo, en
donde Carlos Sahagún encuentra la compañera
de carne y no solo de verso, explícita en “Dedicatoria”: “Mi corazón te debe /
haber hallado juntos la verdad más humana...”). Pues la amada, definitivamente,
es “Tú, mi esperanza cuando no hay consuelo” (“Tiempo de amar”). Y el hijo es
“este niño que llega de mí mismo, / vencedor de mi tiempo” (“El hijo”). Los
hombres apoyados en lo humano y no en la divinal cosmogonía del “eterno
femenino” sin mujer. Y es que ya pasó el tiempo del hombre y el juglar inmersos
en su corazón y en su poema, de espaldas a la vida: el amor ya no puede ser un
paraíso o una tortura autistas, porque “nada tiene / sentido en soledad” (“La
casa”).
(Fuente: A. Gracia. Canelobre, nº 56).
(Fuente: A. Gracia. Canelobre, nº 56).