Elegía
Son muchos los que enturbian la existencia por no mostrar a sus héroes como lo que fueron: hombres que se superaron a sí mismos. Se escandalizan si alguien señala en ellos las debilidades propias de todo ser humano, en vez de respetarlos más puesto que supieron elevarse por encima de las limitaciones de los mortales. No es degradar, sino cualificar, el hacer ver que lograron convertir sus “defectos” en virtudes. Pues, con frecuencia, la grandeza perdurable de un hombre nace de la miseria de su cotidianidad, afrontada como un reto.
Por ejemplo: la obra de Poe no existiría sin su alcoholismo (su lucha por librarse de él); ni la pintura de Modigliani sería como es sin su huida del “pernot”; ni la música de Tchaikoski languidecería sin su solitaria y clandestina homosexualidad. La soberbia ha creado las obras de Wagner y Gauguin. Las drogas engendraron la narrativa de Stevenson. Lord Byron y Oscar Wilde perviven porque vivieron una vida licenciosa que supieron trascender. Ni la Alicia de Carroll ni los cuentos de Andersen existirían sin la paidofilia que padecieron sus autores. Los inmensos poemas amorosos de Quevedo tampoco existirían de no haber sido un misógino. Debajo o por encima de esas causas había una mente voluntariosa vencedora de los vicios y miserias de quienes las sufrían: de quienes las vencían. Pagaron un precio y es justo reconocer que lo que consiguieron fue consecuencia del empeño de sus vidas, signadas por la lucha contra los propios fantasmas. La belleza -la grandeza- solo adquiere su verdadera dimensión si se conoce la fealdad -la pequeñez- desde la que se consigue.
En escala menor, eso ocurre con Miguel Hernández. ¿Empañan sus errores sus aciertos? Si un lector admira sus más bellos y sinceros poemas, los escritos al final de su vida, libres de “literatura” y engreimiento, tiernos y humanos, ascetas y serenos, debe saber que esa encarnadura de un ser en su palabra viene de la conquista que un hombre hizo de sí mismo. ¿Desmerecería su obra si fuese cierta la hipótesis de que fue la sífilis -como en Van Gogh, Schubert y tantos otros- la que, paradójicamente, contribuyó a su proceso paramístico final?
Deseoso de gloria, y vanidoso, era el joven Miguel, maldecidor y pedigüeño. Despechado por el escaso eco de su Perito en lunas, escribe a Juan Sansano: "En Alicante se han quedado respecto a la poesía en Campoamor. Comprendo que no hayan comprendido mi libro y no vean su valor" (marzo, 1933). Y a García Lorca: "Usted sabe que en este libro mío hay cosas que se superan difícilmente y que es un libro de formas resucitadas, renovadas, y encierra en sus entrañas más personalidad, más valentía, más cojones, que todos los de casi todos los poetas consagrados" (10-IV-33). Y como Lorca lo recriminase, vuelve a escribirle: “¿Que no sea vanidoso de mi obra? No es vanidad, amigo Federico: es orgullo malherido" (30-V-33). Y en otra ocasión: "Estoy acabando mi segundo libro para enviarlo en octubre al Concurso Nacional... Me parece que como no haya comida de negros, será para mi ambición el premio destinado por el Estado al mejor libro lírico" (29-VIII-33).
Más grave es que, cuando cambia de actitud vital y poética, no sienta escrúpulos en menoscabar a sus viejos amigos con tal de ser tenido en cuenta: Ha pasado algún tiempo desde la publicación de esta obra (el auto sacramental), y ni pienso ni siento muchas cosas de las que digo allí, ni tengo nada que ver con la política católica y dañina de “Cruz y Raya”, ni mucho menos con la exacerbada y triste revista de nuestro amigo Sijé... Estoy harto y arrepentido de haber hecho cosas al servicio de Dios y de la tontería católica... Sé de una vez que a la canción no se le puede poner trabas de ninguna clase (julio, 1935). Obsérvese -nacida de una deslealtad- una premonición de lo que sería su última poesía: "a la canción no se le pueden poner trabas". Ni “compromisos”, “religiosismos” o “literaturismos”: solo autenticidad. Pero resalto esta “traición” a su “amigo del alma”, Sijé, porque de tal pecado nació la penitencia: probablemente fue el sentimiento de culpa el que escribió la “Elegía”, tan admirada por quienes santifican sin saber que la “santidad” tiene su precio.
Como he dicho, la nobleza de la obra de un hombre nace, a menudo, de la fragilidad de su vida. Esto es lo digno de ser tomado como ejemplo. Pero no se imita a los dioses -demasiado perfectos para ser imitados-, sino a los hombres que se comportan como ellos. Por eso hay que subrayar que el verdadero Hernández es aquel que triunfó sobre sus circunstancias, el que se esforzaba, leyendo, para saber cada vez más de lo que sabía. Este es su legado –para las aulas y para la vida-. El auténtico Hernández no es el de los artificios de Perito en lunas, ni el del sexo reprimido como amor literario en El rayo que no cesa; tampoco el versificador bajo consignas políticas. El admirable Hernández es el que se liberó de las dictaduras síquicas y dejó de posar de culto, de poeta, de guerrillero, para representarse solo a sí mismo como hombre que únicamente poseía las “ausencias” del hijo, de la esposa, de la libertad física; el que en su espíritu inició la transfiguración de la materia; el juglar del dolor y el reconstructor de la esperanza: porque el corazón siempre es más grande que cualquier filosofía.