Rodrigo: Fantasía para un gentilhombre
1.- Un recuerdo
A.- Fue a mediados de 1980. Yo
había escrito un largo y pretencioso análisis de Manuel Molina -y Vicente Mojica-
y la Diputación lo había publicado en la revista del entonces Instituto
de Estudios Alicantinos. Cuando algún tiempo después conocí personalmente a
Molina en “su” Biblioteca Gabriel Miró me preguntó que por qué afirmaba yo que
él era un “hombre colérico”. No lo era: se trataba de una errata: un signo de
interrogación que, al omitirse, convertía la pregunta en afirmación.
Digo esto porque si algo de
Molina persiste en mi memoria es su apacibilidad, su bonhomía tras el humo de
su pipa, sus recuerdos amables y reiterados de los amigos que le acompañaron
durante toda su vida: Miguel Hernández,
Carlos Fenoll, Gil-Albert, Machado, César Vallejo. Él fue uno de los
primeros que me dio alguna pista sobre Pascual
Pla y Beltrán, recordándolo -paseantes corcova con corcova- junto a Valls Jordá por las calles de Alcoy.
A
veces sacaba una fotografía junto a Alberti
en Italia, acudía a Celaya, a Otero o Leopoldo de Luis y empezaba un lamento -que siempre interrumpía
apenas iniciado- sobre el hecho de que se le olvidase entre los poetas
“sociales”. Porque así, de poeta social, se calificaba a sí mismo en la
dedicatoria de un libro prologado por Cela
-que aún conservo- y que me remitió muchos años antes de que nos conociéramos.
Su adolescencia oriolana
junto a los sijenianos y sus años de esfuerzo por crear junto a Vicente Ramos un espacio cultural en
Alicante eran otros retornos de su memoria amable. Amable y apacible, ya lo he
dicho: nunca entendió los demonios poéticos o vitales: la huida literaria de
Fenoll, por ejemplo. Una tarde en su casa, mientras Carlos Sahagún intentaba deshacerse de mis inquisiciones literarias
y escrutaciones vitalistas, me dijo en un aparte que no comprendía mis
“tormentas”: “¡Si tienes un trabajo, un hijo, algunos libros y amigos que te
quieren! ¡Ya has plantado tu árbol!”. Era así de “sencillo”: creo que me lo
decía porque tampoco acababa de entender a Sahagún, encontró afinidad entre
nuestras vorágines y pretendía que Sahagún y yo nos reconociésemos como vecinos
mentales. Él era “familiar” -recuerdo a su esposa encontrándole papeles que
había ordenado en carpetas- y creo que jamás comprendió -pero tampoco la
descalificó- la tortura “existencialista”: porque para él la existencia era
como los caminos que, desde niño, aprendió a calafatear junto a su padre: algo
que había que trabajar con ánimo y sin desasosiego. Por eso, aun cuando en su
obra fustiga a los malversadores de la vida, hay un punto de comprensión del
descarriado.
B.- Fue Manuel Molina un autor que, durante casi
toda su vida, simultaneó su trabajo en la Biblioteca Gabriel
Miró con su afán por la literatura y su devoción por Miguel Hernández, a
quien dedicó varios libros guiado más por el panegirismo y mitología de la
amistad que por la verdad objetiva, aunque los aciertos de esta no pueden
desenredarse, las más de las veces, sin los errores cometidos por la pasión de
aquella. Como poeta, destacan sus libros en los que la preocupación social
reclama el centro de atención, tal como pedía en ese tiempo su amigo y portavoz
de la “poesía civil” Gabriel Celaya. Como hombre, su palabra sencilla y su mano
tendida fueron siempre para cuantos jóvenes se acercaban a su despacho de la
Biblioteca o a la fácil puerta de su casa.
Un autor escribe a pesar de
sí mismo, contra sí mismo o para los demás. Rescatar una obra supone siempre
recuperar a un hombre. De Molina se puede y se debe decir -y creo que le gustaría-
que su humanidad fue superior a su poesía, sin que este juicio sea un menoscabo
para esta, sino una alabanza para aquella. Muchos poetas hay en la república de
las letras, y mucha competencia y animadversión. Pero en la tiranía y
democracia de la vida hay demasiados hombres que no consiguen ser “en el buen
sentido de la palabra, buenos”. Y Molina lo era. Trina Mercader, Rafael Azuar, Santiago Moreno, Clemencia Miró, Albi, Cerdán
Tato, Ernesto Contreras y otros muchos, incluso si los distanciaban las
ideas, solo eran nombrados con respeto y cariño. Fue como el Aleixandre de Alicante: para los
hernandianos, un auxilio; y para los jóvenes poetas, un apoyo. Como digo, su
casa estaba abierta a los recuerdos y la amistad serena.
Un día se marchó sin aspavientos,
tranquilo y sosegado, como él era. El Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, en
edición de Cecilio Alonso y José Carlos Rovira, recogió su poesía en 1992. Pero
yo, antes que como libro -aunque además-, prefiero recordarlo como hombre.
Por eso: adiós, amigo. No
olvides encender tu pipa, si estás en algún sitio: para que el humo oriente a
quienes te recuerdan.