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miércoles, 19 de junio de 2013

El abrazo dulcífago

Chaikoski: Sinfonía Manfred

Fue en Aguadulce: no sé muy bien por cuáles méritos, nos habían invitado a un congreso de escritores. Allí fuimos 6 ó 7, a cuenta del Estado, y anclados en un hotel en el que bohemizábamos tal vez 200 aprendices de la pluma y mucho sabioentodo -menos en escribir-. 

Mefistofélico como era, a mi pesar, en aquel tiempo, pronto estuve callejeando y sorprendiendo con mi -al parecer- heterodoxia, seguro e inconsciente señuelo para que, en aquella noche, Irene encadenase su corazón al mío y me persiguiese sin saberlo. Recuerdo su belleza y su apasionamiento.

De madrugada escuchamos las piedras en el ventanal y, junto a los otros dos que compartían mi habitación, ayudé a trepar a Irene hasta mi cama. La alzábamos en vilo, y en vilo estuve yo toda la noche.

Unas horas después, los golpes en la puerta despertaron mi noctambulismo y en seguida dejé la rubia compañía para atrincherarme en el colchón de uno de los dos, quienes me aconsejaban que me defenestrase si quería vivir.

Pero el marido de Irene, opiómano y chuláceo, olvidó su violencia cuando la vio dormida, sola como una virgen. 

Es verdad que algún tiempo después apagó su cigarro en el dorso de mi mano, que, aferrada a la de Irene, soportaba el dolor de la crujiente hoguera mientras miraba yo, impertérritamente y puñalmente, al otelo nefasto como si el fuego aquel fuese un beso de aquella boca innúmera.