Ketelbey: El santuario del corazón
La construcción del poema (XV)
Hacia el himno
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1.-
Que la vida se tome la pena de matarme
ya que yo no me tomo la pena de vivir,
dice Manuel Machado, con un hastío
del más puro tedio y que siempre he creído personificado en el Tediato de Cadalso.
Hay ganas de no tener ganas, Señor,
escribe Vallejo resumiendo
llanamente todo el existencialismo lírico desde, al menos, Quevedo.
Desencanto que muestra este poema de María Sanz, en el que la
aliteración paronomásica del primer verso conduce a un solipsismo heraclitiano
cuyo yo íntimo, sentido como un desentendimiento de la
existencia y de la propia vida, es el gozne sobre el que gira interminablemente
la triste conciencia del vivir:
LA TRISTEZA
Con el paso cansado de quien sabe
que va a ninguna parte, te disuelves
entre la muchedumbre. Tu deseo
sería conocer algún camino
que no tuviese fin, que no acabara
en otra despedida. Con el paso
del viento que se pierde entre los
árboles,
vas y vuelves a ti, porque ya todo
lo humano y lo divino te es ajeno.
Esta aceptación templada de la inutilidad de la
búsqueda se vuelve no sé si boutade o tremendismo en los
siguientes versos de J. Cantero:
Manifiesto de desidia
Sueño a veces que he
muerto
y que me enseñan a resucitar.
Maldigo entonces a quien me ha robado
mis únicos instantes de alegría,
lo asesino, destruyo
su terrible enseñanza
y vuelvo a suicidarme.
y que me enseñan a resucitar.
Maldigo entonces a quien me ha robado
mis únicos instantes de alegría,
lo asesino, destruyo
su terrible enseñanza
y vuelvo a suicidarme.
Muchos son los humanos, y muchos los artistas,
que no han conseguido llenar el vacío de sus vidas y han recurrido a la
medicina del suicidio. Se necesita un senequismo que conceda templanza y nos
permita afrontar el vivir sin desesperaciones -y también sin euforias-. Eso es
lo que pretende quien espera que un Dios garantice lo que la razón no alcanza a
comprender, como pide José A. Ramírez Lozano :
Ocúpate, Dios mío, del fuego que alimenta
la dicha transitoria y olvida las cenizas.
la dicha transitoria y olvida las cenizas.
Pero sin un Dios omnipotente más allá de la
lógica el sufrido humanoide se estrella contra el cielo y la tierra; porque, en
palabras de Basilio Sánchez, siempre
... hay alguien sumido en la
nostalgia
de
un país interior
País interior que no es sino ese yo que,
como un fardo, apenas puede sobrellevar Boscán:
Cargado
voy de mí doquier que ando
y que constituye el "dolorido sentir"
de Garcilaso. Y el dolorido reír de Quevedo. Ambos sentimientos
-melancolía, defensa de su opresiva presencia- desembocan en la construcción o
autodestrucción del autor a través de la palabra. Es el origen de una elegía
por la propia y cósmica existencia que se nos ha robado y la causa de un himno
por la vida que se prometió plena e imperecedera. Un desbocamiento en la
palabra, indómita o domada: la transfiguración en el poema. La escritura es, de
este modo, el intento del náufrago por encontrar la isla salvadora.
Unas veces tal intento consiste en
desembarazarse de lo que nos duele para que no nos hunda en el abismo del
océano interior: y se llega al estoicismo livianamente hímnico de la "vida
retirada" de Fray Luis -que no es sino una solapada o
explícita condena de la vida social-; otras, una asunción sin paliativos de que
el mundo está "mal hecho", según afirma el autor de estas líneas:
Algo pasa en el
mundo que lo hace inhabitable
para los corazones
encendidos
y convierte sus llamas
en ceniza.
Otras, una autoimpuesta confianza en la promesa incumplida, como parece deducirse del voluntarismo de Eloy Sánchez Rosillo :
Si alguna vez no me encontráis (...)
buscadme bien, buscadme y me hallaréis,
porque no pienso irme,
aunque parezca que me voy marchando.
En otras ocasiones, es el erotismo el que
convence de que el viaje de la vida ha valido la pena; eso defienden, de modo
muy distinto, José Luis García Herrera:
Si tuviera que empezar las historias
por el final
empezaría hablando de ti
hasta que la noche me ganara el
sueño
y en mi boca quedasen atrapados
tus labios de cerveza.
Cava en mi corazón hasta encontrar
la
semilla del cosmos
y
brotará la dicha en nuestros brazos.
También, la íntima batalla cae en un descreimiento de la propia escritura para afirmarse en aquello de lo que se descree, como parece afirmar Antonio del Camino :
Porque invita la
vida a ser vivida,
más que escribir,
disfruto de la vida.
En fin:
La felicidad es un país que pocos han visitado
y del que demasiados han hablado con hipérboles. Por eso, como toda leyenda,
cada uno sigue esperando convertirla de epopeya poética en realidad física.
Mientras tanto la escribimos sotto voce y la leemos en voz
alta para que nos inunde su diluvio. Pues la escritura -todo arte- es la
construcción de un yo egregio y perdurable alternativo al de esta vida.
2.- Aunque
envueltos en el fatalismo, de nada nos sirve el llanto y de mucho la
resilencia. De ahí que haya que esforzarse en transformar en himno vitalista la
trágica elegía de la experiencia, puesto que siempre la vida empuja hacia la
muerte. ¿Qué sería de nosotros si no nos aferrásemos a la contemplación de un
afecto, o una divinidad por muy falsa que sea, al amor, al arte…
Seamos contumaces en la alegría, no en la tristeza. Recuperemos las palabras de Novalis en los Himnos: “¿Qué ser que vive, piensa y siente no ama, sobre todas las maravillas, la luz…”. Creo que eso es lo que han hecho algunos grandes hombres. Beethoven, cansado de luchar contra el suicidio, anotó un día “A la alegría por el dolor” (fuente oculta del soneto de José Hierro). Compuso una “Fantasía coral para piano y orquesta”, y durante 20 años estuvo buscando con el mismo tema de aquella un himno gigantesco y cósmico, una opus que lo redimiese: finalmente edificó La Novena, la acrópolis de la música. Y Shelley escribió por las mismas fechas: “la canción más dulce nace de la tristeza”. La pintura de Miguel Ángel, los pentagramas de Wagner, las palabras de Emerson … hacen que el hombre se eleve por encima de sus penurias y agonías y las trascienda hasta alzarse sobre el dolor -incluso burlen la muerte-. Son conceptos que se oponen al “dulce lamentar” garcilasiano: por mucho que lo amemos, su oxímoron es una aberración de los sentidos, cuyo placer estético solo se explica por una tradición judeocristiana flagelatoria e inquisitiva; de ello dan cuenta la “tristeza, pues tú eres mía, / déjame que yo sea tuyo” de Boscán, el Góngora de “En llorar conviertan / mis ojos, de hoy más / el sabroso oficio / del dulce mirar”, el tremendista “daremos lo no venido / por pasado” de Manrique... toda la tradición, como digo, que reclama el sufrimiento masoquista como óbolo para cruzar hasta la dicha de ultratumba. Hay que desterrar la elegía compulsiva y buscar el himno. Y no solo esperando, como A. Machado en “A un olmo seco”, que la naturaleza nos ayude, sino esforzando nuestra naturaleza humana.
Es verdad, o me lo parece, que solo desde una consideración voluntarista es posible aceptar la totalidad de las “Odas elementales” de Neruda: sin duda su escritura obedece a un afán de no bañarnos en la sangre de la herida, sino de regar con el agua que contiene toda sangre. Y por ahí es por donde hay que empezar: afirmando serenamente la hibrys de la vida en vez de revolcarnos en el lodazal de la muerte o en la injuria al Artífice Absoluto que nos hace nacer para morir. De ningún modo estoy invocando el carpe diem, tan satisfactorio y tan beleño, es cierto, pero que implica el desentendimiento del devenir y el olvido de la entropía vivencial, sino el esfuerzo por ejercitar la siembra de la savia que hay, a pesar de todo, en todo instante de vida, doliente o tortuosa.
Propongo esta divisa: “lucho para ser digno de mis sueños”.
Seamos contumaces en la alegría, no en la tristeza. Recuperemos las palabras de Novalis en los Himnos: “¿Qué ser que vive, piensa y siente no ama, sobre todas las maravillas, la luz…”. Creo que eso es lo que han hecho algunos grandes hombres. Beethoven, cansado de luchar contra el suicidio, anotó un día “A la alegría por el dolor” (fuente oculta del soneto de José Hierro). Compuso una “Fantasía coral para piano y orquesta”, y durante 20 años estuvo buscando con el mismo tema de aquella un himno gigantesco y cósmico, una opus que lo redimiese: finalmente edificó La Novena, la acrópolis de la música. Y Shelley escribió por las mismas fechas: “la canción más dulce nace de la tristeza”. La pintura de Miguel Ángel, los pentagramas de Wagner, las palabras de Emerson … hacen que el hombre se eleve por encima de sus penurias y agonías y las trascienda hasta alzarse sobre el dolor -incluso burlen la muerte-. Son conceptos que se oponen al “dulce lamentar” garcilasiano: por mucho que lo amemos, su oxímoron es una aberración de los sentidos, cuyo placer estético solo se explica por una tradición judeocristiana flagelatoria e inquisitiva; de ello dan cuenta la “tristeza, pues tú eres mía, / déjame que yo sea tuyo” de Boscán, el Góngora de “En llorar conviertan / mis ojos, de hoy más / el sabroso oficio / del dulce mirar”, el tremendista “daremos lo no venido / por pasado” de Manrique... toda la tradición, como digo, que reclama el sufrimiento masoquista como óbolo para cruzar hasta la dicha de ultratumba. Hay que desterrar la elegía compulsiva y buscar el himno. Y no solo esperando, como A. Machado en “A un olmo seco”, que la naturaleza nos ayude, sino esforzando nuestra naturaleza humana.
Es verdad, o me lo parece, que solo desde una consideración voluntarista es posible aceptar la totalidad de las “Odas elementales” de Neruda: sin duda su escritura obedece a un afán de no bañarnos en la sangre de la herida, sino de regar con el agua que contiene toda sangre. Y por ahí es por donde hay que empezar: afirmando serenamente la hibrys de la vida en vez de revolcarnos en el lodazal de la muerte o en la injuria al Artífice Absoluto que nos hace nacer para morir. De ningún modo estoy invocando el carpe diem, tan satisfactorio y tan beleño, es cierto, pero que implica el desentendimiento del devenir y el olvido de la entropía vivencial, sino el esfuerzo por ejercitar la siembra de la savia que hay, a pesar de todo, en todo instante de vida, doliente o tortuosa.
Propongo esta divisa: “lucho para ser digno de mis sueños”.
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