Bach: Suite 3, Aria
Un dios verbal
Qué hermosas y qué vivas las palabras:
ellas son la sustancia de mi ser.
Somos lo que ellas dictan, lo que emergen
de los libros leídos: las imágenes
que traducen el mundo y nos lo muestran.
Ellas dibujan en mi mente tu alma,
tus ojos y tu pecho constelado,
tu perfume de rosa y azucena
el embrujo del agua cuando llueve,
la belleza, el amor, la epifanía
de la felicidad. Un dios verbal
disuelto en un torrente melodioso
crea mi ser, mi estar y mi conciencia.
El tiempo nos convierte en nuestra propia
prehistoria: nos salva solo el verbo.
La verdadera soledad consiste
en no sintonizar con otro ser
bajo la nombradía de la noche
en el alto lagar del firmamento.
La palabra es, así, la gran vigencia.
La portadora del amor perenne.
Tal vez por eso si me quedo solo,
sin el embrujo de lo cotidiano
y sin tu cuerpo de azorada carne,
las palabras solivian mi orfandad.
Pero aun así debo abrazarte, oír
tu corazón
y abrevar en tus labios la existencia.