Durante mis años adolescentes, comprar un libro era para mí un lujo que podía permitirme solo cuando vendía un puñado de los tebeos que con paciencia y ahorro había ido acumulando. Después descubrí la biblioteca de Teodomiro y la convertí en la catedral de mis lecturas y mis soledades. Me acompañaba -ya lo he dicho- La Diablesa, un "paso" semanasantino de Orihuela que se guardaba en una pequeña sala solemnemente escondida para que no nos lujuriase el erotismo de sus pechos.
Aquellas tardes y otros días semejantes en otros escondites, con mi pequeño cúmulo de libros, forman la mitología de mi felicidad.
Ahora tengo dos bibliotecas.
Una es la que ha ido creciendo desde aquella primera, y sigue siendo mi refugio el tacto de sus páginas, escogidas anhelosa y amorosamente a lo largo de décadas. Ellas me mantienen en mi tiempo, que es el de todos los que han utilizado la pluma con sabiduría, y continúan siendo mis actuales vecinos, mis coetáneos, mi comunidad, mi humanidad, mi nación, mi identidad. Constituyen ese espacio que llamaré La Vigencia.
Y sin embargo hoy los libros son menos hombres que máquinas; el tiempo nos convierte en nuestra propia prehistoria: Nadie quiere heredar esos libros. Dicen que muestran una existencia espuria. Han vencido los quemadores de las bibliotecas: el cura y el barbero, Montag... El Progreso.
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