Strawinski: Le Sacré
Miro a mi
alrededor; observo las aceras como un río de transeúntes que creen saber a
dónde van; el semáforo se pregunta qué hace allí y parpadea sorprendido porque
nadie hace caso de sus guiños; los automóviles compiten por saltarse las
señales de tráfico; una anciana se arrastra por el suelo con la mano mendiga;
en los rincones de la noche alguien esnifa un paraíso artificial; la
televisión, gran dictadora de las normas sociales, ocupa el santuario de las
divinidades de otro tiempo.
Los Padres de la Iglesia, más astronautas que
humanitarios, prestan más atención al cielo que a la tierra. Aquí se dejan
pudrir los alimentos para equilibrar la Economía y allí se equilibra la
demografía dejando morir de hambre a cuantos nacen. Algunos jóvenes cargan la moto con el
ruido de una metralleta y estudian, en el aula de la calle, para gánsteres. Los
animales son cada vez más pacíficos y el hombre es cada hora más depredador. La cultura es ya solamente un derecho que pocos se imponen como un deber.
Los
nacionalismos, chovinistamente, hablan solo de que lo suyo es lo mejor -pero no
lo comparten-. Los partidos políticos tratan de salvar su poder por cualquier medio
y olvidan que el ciudadano es también un ser que hay que salvar para la
solidaridad. Unos políticos celebran conferencias de paz mientras otros jalean
la carrera armamentística. En un país viven como en la prehistoria y en otro se
matan como en las peores películas de guerra. Los misiles escriben su destino
en la punta de sus inmensos féretros volantes y, mientras tanto, las palomas
pierden sus alas y su simbolismo. Al mismo tiempo que los asombrados ojos de un
niño demacrado sonríen como una ventana abierta hacia la vida, un “yupi”
carcajea el gran negocio de su carrera en el más alto piso de los rascacielos
de la vanidad.
Yo
miro alrededor; vuelvo a mirar; y pienso: “Esto es el mundo, no le des más
vueltas”. Pero no puedo dejar de darle vueltas y, todavía menos, darle la
espalda. Lo malo es que tampoco sé -nadie lo sabe- cómo hacer frente a este
tiovivo que llamamos vida. No sé si hay muchos
hombres a quienes les importa el juicio que los demás hagan de ellos. Sin duda
todos distinguimos las diferencias que separan a Gandhi de Hitler, por ejemplo.
Pero lo que importa es el juicio que cada uno hace de sí mismo cuando, sin
poder darle esquinazo, le asalta la pregunta: “¿Quién soy yo?”; y, también sin
poder hacer záping mental, le aparece una imagen atroz que le responde “Frente
a los otros -es decir: ante ti- no eres nadie”.
Porque lo cierto es que resulta escalofriante
pensar que una gran parte del mundo es un inmenso hospital que los
maquilladores de las altas finanzas disfrazan con colores de fiesta y sesudas
reuniones en las que se demora para mañana y para nunca la solución posible: la
ayuda a ese otro mundo que se pudre en el hambre y el dolor. Así que lo diré
tan inútilmente como en otras ocasiones: mientras exista un ser humano con
menos derechos que los demás, mientras haya un niño hambriento en cualquier
rincón del mundo, el “Estado de Bienestar” es un insulto para la dignidad.
Y a pesar de todo, la
existencia es un lugar hermoso; y lo sería más si hubiera menos gentes
afeándola a cada instante. Muchos seres humanos hacen a otros felices, y muchos
más lo intentan. Pero una mayoría se olvida, simplemente, de los otros. Yo
mismo, tal vez, tengo más en cuenta mis palabras que a aquellos para quienes
las escribo. Sin embargo, tirar la toalla no soluciona nada. Por lo tanto:
¿cómo evitar que la vida interior también se tambalee ante tanta catástrofe y
seísmo? Detengamos el mundo un solo día, aboquemos las arcas de ese día sobre
ese hospital, ya cementerio, y el universo humano habrá cambiado. Mostraremos
así la solidaridad con los pueblos que viven esperando la muerte como único
alivio al dolor de sus vidas.