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lunes, 6 de mayo de 2013

Y sin embargo no hay apocalipsis

Strawinski: Le Sacré

          Miro a mi alrededor; observo las aceras como un río de transeúntes que creen saber a dónde van; el semáforo se pregunta qué hace allí y parpadea sorprendido porque nadie hace caso de sus guiños; los automóviles compiten por saltarse las señales de tráfico; una anciana se arrastra por el suelo con la mano mendiga; en los rincones de la noche alguien esnifa un paraíso artificial; la televisión, gran dictadora de las normas sociales, ocupa el santuario de las divinidades de otro tiempo.
        Los Padres de la Iglesia, más astronautas que humanitarios, prestan más atención al cielo que a la tierra. Aquí se dejan pudrir los alimentos para equilibrar la Economía y allí se equilibra la demografía dejando morir de hambre a cuantos nacen. Algunos jóvenes cargan la moto con el ruido de una metralleta y estudian, en el aula de la calle, para gánsteres. Los animales son cada vez más pacíficos y el hombre es cada hora más depredador. La cultura es ya solamente un derecho que pocos se imponen como un deber.
          Los nacionalismos, chovinistamente, hablan solo de que lo suyo es lo mejor -pero no lo comparten-. Los partidos políticos tratan de salvar su poder por cualquier medio y olvidan que el ciudadano es también un ser que hay que salvar para la solidaridad. Unos políticos celebran conferencias de paz mientras otros jalean la carrera armamentística. En un país viven como en la prehistoria y en otro se matan como en las peores películas de guerra. Los misiles escriben su destino en la punta de sus inmensos féretros volantes y, mientras tanto, las palomas pierden sus alas y su simbolismo. Al mismo tiempo que los asombrados ojos de un niño demacrado sonríen como una ventana abierta hacia la vida, un “yupi” carcajea el gran negocio de su carrera en el más alto piso de los rascacielos de la vanidad.
        Yo miro alrededor; vuelvo a mirar; y pienso: “Esto es el mundo, no le des más vueltas”. Pero no puedo dejar de darle vueltas y, todavía menos, darle la espalda. Lo malo es que tampoco sé -nadie lo sabe- cómo hacer frente a este tiovivo que llamamos vida. No sé si hay muchos hombres a quienes les importa el juicio que los demás hagan de ellos. Sin duda todos distinguimos las diferencias que separan a Gandhi de Hitler, por ejemplo. Pero lo que importa es el juicio que cada uno hace de sí mismo cuando, sin poder darle esquinazo, le asalta la pregunta: “¿Quién soy yo?”; y, también sin poder hacer záping mental, le aparece una imagen atroz que le responde “Frente a los otros -es decir: ante ti- no eres nadie”.               
  Porque lo cierto es que resulta escalofriante pensar que una gran parte del mundo es un inmenso hospital que los maquilladores de las altas finanzas disfrazan con colores de fiesta y sesudas reuniones en las que se demora para mañana y para nunca la solución posible: la ayuda a ese otro mundo que se pudre en el hambre y el dolor. Así que lo diré tan inútilmente como en otras ocasiones: mientras exista un ser humano con menos derechos que los demás, mientras haya un niño hambriento en cualquier rincón del mundo, el “Estado de Bienestar” es un insulto para la dignidad.
Y a pesar de todo, la existencia es un lugar hermoso; y lo sería más si hubiera menos gentes afeándola a cada instante. Muchos seres humanos hacen a otros felices, y muchos más lo intentan. Pero una mayoría se olvida, simplemente, de los otros. Yo mismo, tal vez, tengo más en cuenta mis palabras que a aquellos para quienes las escribo. Sin embargo, tirar la toalla no soluciona nada. Por lo tanto: ¿cómo evitar que la vida interior también se tambalee ante tanta catástrofe y seísmo? Detengamos el mundo un solo día, aboquemos las arcas de ese día sobre ese hospital, ya cementerio, y el universo humano habrá cambiado. Mostraremos así la solidaridad con los pueblos que viven esperando la muerte como único alivio al dolor de sus vidas.