Copland: Fanfarria para un hombre común
Todo ser humano tiene dos deberes y derechos: dignificar su vida propia y apuntalar la colectiva. Lo cual le exige unos conocimientos que le cualifiquen para pensar sin egoísmos y con solidaridad: como individuo y como ciudadano. En ese sentido -y en todos- la educación tiene una primordial finalidad: enseñar a aprender. Aprender a elegir lo mejor para evitar las desdichas y acercarse a una vida agradable lo más próxima a la felicidad. Todo cuanto dificulta o no potencia ese aprendizaje es un delito, al menos, ético. Pero el alumno de la vida aprenderá poca responsabilidad si, en vez de conocimientos objetivos, se le administran ideologías, dogmatismos, subjetividades.
Parece ser
que hoy, frente a 5.000 profesores exiliados de las aulas por el Ministerio, hay
12.000 enseñantes de religión impuestos por las diócesis. Tal vez este
profesorado sea muy noble y enseñe una sensata forma de mirar el mundo: pero el
cristianismo es una religión y, como todas, una conclusión que no admite
premisas humanas, sino divinas. Subordina el pensamiento a la fe, subjetiviza
la capacidad de elección. De manera que sembrar en las aulas religiones o ideologías
políticas no es enseñar a ser libre para elegir, sino determinar las
conclusiones, edificar súbditos mentales, prevaricar el proceso de
aprendizaje.
No obstante, hay otra prevaricación mayor: la religión del dinero; y no hay gobierno que no crea en esa divinidad y se lo sacrifique todo, incluida la educación. Sin embargo, todos los imperios de la Historia iniciaron su decadencia cuando, habiendo ascendido a la cumbre de su poder, olvidaban la cultura y proponían un estado de bienestar que prefería el ocio ocioso al conocimiento, que es lo que permite seguir humanizándose y conseguir el progreso interior. Sucedía porque no gobernaban hombres amantes del saber, sino borrachos del poder que se rodeaban de consejeros sabios solo en analfabetismos del íntimo bienestar.
Y así, cada vez más, los ciudadanos, a su pesar, tienen como maestros a unos políticos que predican riquezas, estrategian mentiras y recortan derechos fundamentales: que enseñan impunidad. No es extraño que, en las encuestas, la ciudadanía suspenda a esos profesores de la insensatez. Y tampoco resulta extraño, llegados a tal circo, que don Mariano y sus afines -pero también quienes se les oponen- sigan, firme el ademán, testarudos y rudos, ejerciendo su cátedra, cospedalmente hablando, rajoymente mintiendo.